Bien está lo que bien acaba, pero la vida sigue igual aunque la política insiste en ir a peor; aunque a veces no lo consiga, afortunadamente.
La polémica generada en torno al vuelo a Sevilla iba camino de acabar como una muestra (más) de la incapacidad que rodea a la gestión pública. A poco más de 140 horas de que el vuelo tomara tierra durante al menos seis meses, el ruido de las acusaciones cruzadas amenazaba los intentos de encontrar la salida en un laberinto inexplicado por inexplicable. Cuando se está en medio de una batalla demagógica de acusaciones es casi imposible que prevalezca la utilidad de las razones.
Desde que este periódico publicó el 16 de diciembre que la continuidad del vuelo estaba en el aire por no haber presentado en tiempo y forma la solicitud de Obligación de Servicio Público, se han sucedido una catarata de declaraciones que ha acabado inundando de ruido un problema en el que la solución había que buscarla en el silencio de la reflexión sobre cómo resolverlo.
En el paroxismo de la torpeza, la mayoría de los intervinientes optaron por avivar el conflicto en vez de buscar el acuerdo. El cruce de acusaciones culpándose del error burocrático que ha impedido que el vuelo saliese a concurso al cumplirse los cuatro años previstos sólo produce tristeza. El retrato de Goya de los dos españoles cubiertos de fango hasta la rodilla y peleándose a garrotazos siempre nos acompaña.
En su obsesión por culpabilizar al contrario, unos y otros se acercaron al abismo de olvidar que lo importante no es quién tenía la mayor parte de culpa del callejón sin aparente salida en el que estábamos; lo que interesaba a los ciudadanos era que el problema se solucionara, no la dosis en que uno y otro lo habían creado.
Nadie sensato hubiera podido llegar a entender nunca cómo una actuación, con la que todos estaban de acuerdo, podía aterrizar en el fracaso. Porque todos, todos, estaban y están de acuerdo en la continuidad del vuelo a Sevilla. Los ciudadanos porque se benefician de un servicio del que hacen uso más de treinta y cinco mil personas al año y que sirve para agilizar a precio razonable las relaciones comerciales, turísticas y administrativas entre Sevilla y Almería. La Junta porque, desde el convencimiento de que el vuelo es necesario para mejorar la vertebración de Andalucía, aporta la financiación necesaria para su mantenimiento, y así lo ha consignado en sus Presupuestos. Y el gobierno porque, no sólo no le cuesta dinero, sino que, además del beneficio a los ciudadanos, le supone un ingreso adicional por tasas a los aeropuertos de Almería y Sevilla.
Ruta Bueno, pues si todos estaban de acuerdo, si las obligaciones satisfacían a todas las partes, si nadie quería abandonar la ruta, ¿cómo podría haberse explicado que la consecuencia de esa unanimidad de objetivos hubiese sido el fracaso?
Es cierto que la burocracia administrativa tiene caminos que la razón no entiende- las normas y quienes las aplican están para beneficiar al ciudadano, no para perturbarlo-, pero no lo es menos que en un tema como el que nos ocupa y en el que no hay sombra de desfiladeros oscuros, todos debían aplicar sus esfuerzos a la búsqueda de una salida razonada.
Al final las gestiones del Gobierno- Carmen Crespo y Rafael Hernando contarán algún día las conversaciones con Rafael Catalá, secretario de Estado de Infraestructuras- ante Air Europa han dado sus frutos. El vuelo entre Almería y Sevilla no se suprimirá y, lo que es tan importante o más es, como publicó este periódico ayer después de un
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