Que me dispensen los más optimistas, pero me temo que la pretendida celebración de los mil años de la Taifa de Almería no va a suponer más que una revisitación del concepto mismo de la figura administrativa de la taifa: fraccionamiento, división y miseria. De entrada, porque en Almería es metafísicamente imposible la unanimidad e incluso la simple convergencia de intereses u opiniones, salvo para la proclamación del Americano del Quiosco Amalia como dogma de fe compartida o para el señalamiento de las migas como menú del día lluvioso. Salvo para eso, resulta improbable que los almerienses nos pongamos de acuerdo en algo, ya que pocas cosas nos gustan más que la creación de dinastías enfrentadas o la punción digital del ojo ajeno. Con esos mimbres, poco o ningún éxito cabe esperar de una pintoresca apuesta conmemorativa que necesita la colaboración de todos, la generosidad de la renuncia al protagonismo remunerado y la implicación de una sociedad que tiene en el horizonte inmediato preocupaciones más acuciantes que la conmemoración de presuntos esplendores añejos. Por lo tanto, me temo que la cosa ésta del cumpleaños taifal se quede en algún entremés lírico en la Alcazaba, en un mercadillo de evocación andalusí, en una nueva remesa de lamentaciones sobre las oportunidades perdidas y en una copiosa carga de ponzoña que repartir entre unos y otros. Pero por otro lado, qué mejor celebración de la Taifa de Almería que comprobar, mil años después, que seguimos instalados en ella. Y así, la casa sin barrer en que se va a convertir este milenio nos va a deparar una vuelta al concepto mismo de la Taifa como salida natural de las numerosas luchas y tensiones intestinas. Y como es bien conocido, el resultado natural de todos estos movimientos intestinos es tan delicuescente que sólo los más optimistas (vuelvo ahora al principio) podrán considerarlo como referencia o hito histórico. Se quedará en simple mojón.
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