Siempre he pensado que la historia del mundo sería otra si los Papas tuvieran suegra. No pongan cara rara y calculen la influencia de la madre de la señora esposa de Su Santidad en materia de cónclaves y dogmas. No obstante y admitiendo que los más ortodoxos mantengan razonadas reservas sobre la conveniencia del matrimonio para los prelados, de lo que no tengo la más mínima duda es de que la historia de Occidente sería otra muy diferente si algo hubiera salido mal (es decir, peor) sobre la vertical de Palomares hace ahora casi cincuenta años. Si las cuatro bombas nucleares que cayeron sobre tierra y aguas almerienses cuando dos aviones de la fuerza aérea norteamericana sufrieron un accidente hubiesen tenido las espoletas activadas, nuestro mundo sería otro.
De entrada, usted no estaría leyendo esta columna ya que su autor habría perecido víctima del pepinazo atómico. Qué le vamos a hacer. Y a partir de ahí, el acabóse. De hecho, ni Almería ni buena parte del sureste español existirían tal como ahora los conocemos, porque una mascletá atómica no es precisamente una carretilla pirotécnica para las fiestas del pueblo. En todo caso, produce risa floja ver que a estas alturas, y con la de años que han pasado de eso, los Estados Unidos digan que todavía necesitan más informes técnicos para decidir qué hacer con la tierra contaminada de Palomares que sigue allí desde el día del accidente, con sus isótopos y sus iones y todo lo que tenga que tener.
Y claro, da igual que Rajoy haya estado ahora en la Casa Blanca o que antes estuvieran Zapatero y sus elegantes hijas: al señorito ni se le tose ni se le incomoda. Así que a los almerienses nos toca una vez más hacer de santos inocentes y mirar a otro lado. Total, la radiación es como la vergüenza, que ni se ve, si se huele, ni se toca. Lo único malo es que cuando se nota ya no hay remedio.
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