Era sábado y no trabajaba. Aun así, Juan Manuel Gil dejó la cama a eso de las siete de la mañana y se preparó en el microondas una enorme taza de café instantáneo con una cucharada de leche condensada. Ellas dormían. Desde la ventana se podía comprobar que la noche se había centrado en la lluvia y que el día, en cambio, amenazaba con ser espléndido: el cielo se mostraba sencillo y el suelo de la casa parecía más cálido que el día anterior. Recogió los platos de la cena, puso el lavavajillas en marcha y se dirigió al baño con la intención de agotar hasta la última gota de agua caliente que albergara el termo. Al final invirtió el tiempo justo y necesario para ducharse y vestirse ceremoniosamente. Volvió a prepararse un café –esta vez hizo uso de una máquina de cápsulas– y se sentó en un butacón. Ellas seguían durmiendo. Las mantas del sofá estaban pulcramente dobladas, la cocina parecía aguardar con paciencia el trajín del día y la ropa limpia, después de algunas tardes de pereza, por fin habitaba los armarios y los cajones. Todo estaba en su sitio. Pensó que dedicaría la mañana a leer y miró la torre de siete u ocho libros que se levantaba en una pequeña mesa. Quince minutos después se había inclinado por un título: Stoner, de John Williams. Había leído en algún suplemento literario que era uno de los libros más destacados del año que acababa de terminar, y lo había comprado sin más criterio que ése. Después supo que se encontraba ante un escritor injustamente desconocido en nuestro país –murió en 1994–y que la novela había sido publicada hacía casi cincuenta años. Estuvo leyendo hasta que empezó a escuchar que murmuraban en la habitación. No más de cincuenta páginas. Desde el otro lado de la casa se alcanzaba a oír algunas palabras sueltas y risas contenidas. Dejó el libro sobre la butaca y entró en la cocina. Allí abrió y cerró las puertas del armario, dispuso en una bandeja todo lo que necesitaba y la llevó hasta el salón. Café, leche, zumo, pan, azúcar, mantequilla, mermelada, aceite y sal. Después de poner con cierto esmero la mesa, volvió a sentarse y continuó leyendo por donde lo había dejado. El protagonista de la novela andaba enfrascado en la preparación de una clase sobre literatura inglesa y, al mismo tiempo, se enfrentaba a una gran encrucijada moral: alistarse o no para combatir en la Primera Guerra Mundial. Se sintió tan embebido por la historia, que cuando vino a darse cuenta ellas ya casi habían terminado de desayunar. Entonces las observó e hizo lo que habría hecho un farero: dejó constancia en su cuaderno de que la calma estaba allí. Y se sintió francamente bien.
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