Comencemos por el final de esta historia: ellos se aman. Ése es el verbo que le hace justicia a los hechos. Ya está. Ahora volvamos al principio, vayamos un poco más atrás. Hablamos de una pequeña mesa. Está pegada a uno de los ventanales de una cafetería y apenas hay sitio para poner un par de tazas y un azucarero sobre ella. Él ha llegado con la antelación que el día anterior había previsto. Ha dejado su chaqueta en un perchero cercano y ha pedido un café con leche muy caliente. Frente a él, tres mujeres de uniforme meriendan y conversan sobre una compañera que, como es de esperar, no está presente. Lo hacen despectivamente, claro. De vez en cuando lo observan y no parece incomodarles la proximidad entre las mesas. Supongo que saben que él está en otra cosa.
Tiene las manos frías, como de costumbre, y no deja de limpiar los cristales de sus gafas con el filo de la camisa. De una manera natural es capaz de concentrar todo el tiempo en la madera de aquella mesa. Espacia los tragos de café, mira a su alrededor y cuenta los clientes que tiene a la vista. Nueve en total. Entonces ella entra en la cafetería y se dirige hacia él con evidente nerviosismo. Se besan en la mejilla y sonríen. Ya ha ocurrido.
Comienzan a hablar, pero en realidad sería suficiente con estar uno enfrente del otro durante horas o días. A fin de cuentas es la primera vez que ocurre. Lo de estar tan cerca, digo. No hablan de grandes cosas mientras se miran. Hablan de la extraña mañana que han tenido en el trabajo, de algunas antiguas ciudades a las que han viajado recientemente y de cómo se han anudado sus respectivos nombres y apellidos. Se miran todo el rato. Lo hacen todo el tiempo. Con el mismo desvelo que emplearía alguien que abre con lentitud una puerta escondida o descubre, después de años de búsqueda e imaginación, unas pinturas rupestres. De esa intensidad estoy hablando. No es necesario hacer el ademán de rozarse y por eso ninguno de los dos lo intenta. Sólo conversan y se miran mientras el ruido de los cubiertos, de las tazas, de las sillas, de la cafetera, de las voces se va plegando sobre sí mismo hasta que es desterrado muy lejos de aquella mesa y de aquel ventanal. Una historia sencilla. Como lo son el hueso de cualquier fruto o todas las letras de nuestro alfabeto; como lo es un cuaderno nuevo antes de ser fechado por primera vez. Una historia sencilla y necesaria que viaja desde el día de hoy hasta aquella mesa. Y que lo hará mañana. Que lo hará siempre.
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