Aunque soy un firme defensor de las ventajas que nos ofrecen a diario las redes sociales y todo el apechusque tecnológico que llevamos encima, hay momentos en los que añoro el tiempo no conocido del pergamino y el heraldo o cualquier otra fórmula de comunicación menos invasora y despótica. Y uno de esos momentos es, sin duda, la aproximación de la celebración de San Valentín y su inabarcable despliegue de ofertas, realizadas en un tono conminativo en plan “Compre tal cosa o haga tal gasto, o de lo contrario su pareja pensará que es usted un miserable”. Y así se nos bombardea con una incesante sucesión de propuestas y recomendaciones sobre menús románticos, escogidos ramilletes, fragantes perfumes, tibios balnearios, joyas de escogido diseño, alojamientos remotos o cualquier otra fórmula de gasto y gesto bajo la excusa del amor hacia tu pareja. Vamos, que si no acabas sucumbiendo al reclamo comercial eres poco menos que una mala persona. Uno entiende la estrategia comercial y no critica la intención de las empresas por mejorar su cuenta de resultados con la excusa de tan artificiosa campaña, pero lo que no termina de entender es que no existan mecanismos que permitan al ciudadano permanecer al margen de este festival de ñoñerías. Recuerden que en Almería la cosa llegó al extremo de inventarse que San Valentín estaba enterrado (y perdido) en la Catedral. En fin. Y no me quedo en eso: la transformación de la fecha-chantaje en una especie de prueba de la consistencia del vínculo ha acabado creando problemas entre parejas estables y razonables. “Ya no me quieres como antes”; “No piensas en mí”; “Ya me advirtió mi hermana”, etcétera, son consecuencias catastróficas de la insumisión al decreto comercial vigente. Lo digo para que conste y para que luego no vengan las madres mías, que en algunos casos son las suegras.
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