La polémica sobre la tragedia de la muerte de 15 inmigrantes cuando intentaban entrar en Ceuta por el mar hace dos semanas no cesa. Ayer habló por primera vez el presidente Rajoy para defender a la Guardia Civil, como si la oposición política o la Unión Europea, que ha expresado su inquietud por la operación, hubieran puesto en cuestión al cuerpo.
De momento lo que se reprocha es la evidencia de la mentira que urdieron el director general de la Guardia Civil y el delegado del Gobierno en la ciudad en las primeras horas, contradicha por el propio ministro del Interior en el Parlamento. Como Fernández Díaz no presenció la operación, caben dos posibilidades: que sus subalternos le mintieran o que, contándole la verdad, el ministro se hiciera cómplice del engaño. Es evidente que la primera posibilidad exigiría la dimisión o la destitución de los fabricantes de la falsedad. Ni un ministro se merece colaboradores así, ni un cuerpo dedicado a investigar la verdad merece tener un director que intenta taparla.
La segunda posibilidad obligaría al propio ministro a marcharse a casa. Hoy, ninguna de las dos se ha producido. Los señalados quizás piensen que resistir es síntoma de fortaleza. Pero saben que sabemos que sólo es el reflejo de su escasa talla política y de su bajeza moral. Cobradas las responsabilidades políticas por la mentira será el momento de investigar la verdad, de saber quién ordenó una acción tan dura y si la actuación fue causa o agravó la tragedia.
Y más tarde será el momento de hablar de la protección de nuestras fronteras, de la responsabilidad compartida que la UE tiene en la materia, de preguntarnos no por qué vienen a Europa en esas condiciones sino cuáles son las razones que les impulsan a salir de sus países jugándose la vida y actuar en consecuencia. Pero eso, después. Ahora estamos hablando de la mentira y sobre ella, de momento, no hay respuestas. Una inacción contra los que deberían salir que contrasta con la contundencia empleada con quienes quieren entrar.
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