La tragedia vivida por los jóvenes ejidenses en las cuatro calles de la capital pone de triste y dramática actualidad el tan famoso botellón al que nuestros hijos parecen tan aficionados. Son las doce y media de la noche de un viernes, subimos por el paseo unos amigos, buscamos el americano del kiosco Amalia y la despedida de una tarde noche que ha salido bien. Bajando por la acera (aquella a la que en los años sesenta llamábamos los jóvenes de entonces el tontódromo) un grupo de chicas en minifalda, camisa y tacones de aguja buscan las cuatro calles y otros lugares donde pasar la noche y hacer el botellón. No puedo por menos que comentar con Antonio la vestimenta. ¿Es posible que a sus años nosotros tampoco pasáramos frio en las noches de este febrerillo el loco? Es posible.
Mientras nosotros buscamos la estufa que Antonio tiene encendida en el kiosco, para acompañar mejor el trasiego del pasaíllo, los y las jóvenes almerienses siguen pasando por la Puerta de Pechina, camino de una noche llena de alcohol y para nosotros de frio. Ellos empiezan a vivir cuando los padres dan por cerrada la jornada. Ellos se abren a la vida diaria cuando nosotros la damos por finalizada. En medio de esas noches, frías o no, nuestros hijos se están jugando la vida. Y Algunos, para marcar el resto de nuestra existencia, la pierden.
¿Qué podemos hacer los padres ante la situación que viven? No vemos la vuelta a casa de nuestros hijos. No compartimos durante esos minutos el rictus de sus caras, el color de su piel, la pintura corrida de sus ojos. No participamos en el drama que se adivina en el fondo de su mirada. No nos asomamos al interior de sus vidas, quizás no queremos. ¿Es posible que no nos interese? Ni siquiera cuando el cuerpo de uno de nuestros hijos está tendido en la calle, parece dormido, con frio en sus carnes, y una sensación de derrota final en una mirada que no volverá a la vida. Sabemos a quién tenemos que llorar, y nuestras lágrimas por él manan a raudales, pero no a quién tenemos que culpar, no sabemos a quién dedicar la rabia que atenaza nuestras gargantas. ¿Tendríamos que mirar dentro de nosotros mismos? ¿Erramos en el trato que damos a esos hijos que a los catorce años se inician en el alcohol?
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