A pesar de que éramos completamente ajenos a esa realidad, acabamos de conocer de boca del capitán de los siete mares que recientemente hemos atravesado con éxito el cabo de Hornos.
En esa encrucijada de océanos, escribía el chileno Coloane Cárdenas, el diablo está fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo crujir sus grilletes en el fondo del mar en las noches tempestuosas y horrendas, cuando las aguas y las oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos abismos.
De lo ocurrido durante la travesía y de las penurias que han acompañado al viaje, la versión ofrecida por Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados no ha arrojado ningún detalle.
Ni hizo recuento de las bajas ni tampoco de las naves que sucumbieron en el punto más austral de América. Sin embargo, por las crónicas, sí sabemos que en el camino se ha quedado sin empleo una buena parte del pasaje; se han derogado derechos y los tributos a los que hay que hacer frente han empobrecido a la tripulación.
En el fin del mundo, como también se conoce a la Tierra de Fuego que bordea el cabo de Hornos, es muy famoso el paso de Drake.
Al tramo de mar que separa América del Sur de la Antártida, le dio nombre un marinero inglés que pasó por pirata para las autoridades españolas mientras que en Inglaterra alcanzó la categoría de corsario.
Aunque a veces se confunden ambos términos, la diferencia entre una y otra distinción radica en que los últimos – los corsarios- podían hacer lo mismo que los primeros -los piratas- pero sin quebrantar la ley.
Para ello, contaban con el amparo del gobierno que les expedía un permiso especial para desarrollar esa lucrativa actividad.
Más de quinientos años después, los españoles seguimos sufriendo esa misma patente de corso pero con el agravante de que es nuestro propio gobierno quién ha decidido saltarse todas las reglas del mar.
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