El Tribunal Constitucional ha declarado ilegal uno de los principios de la declaración de soberanía aprobada en enero de 2013, precisamente el que declaraba al pueblo catalán como "sujeto político y jurídico soberano".
Sin embargo, el "derecho a decidir"no es inconstitucional siempre que se consiga a través de los cauces constitucionales de reforma. La sentencia, con aplastante lógica jurídica, da un varapalo a ambas partes en litigio.
Al Parlamento catalán le dice que no es quién para trocear una soberanía que según la Constitución reside en la totalidad del pueblo español. Pero al Gobierno le recuerda que la Constitución no es inamovible, ni siquiera en los principios que consagran la indisolubilidad de España. Es decir, Cataluña no es soberana, pero puede aspirar a serlo.
Resuelto el conflicto jurídico, volvemos a la casilla de salida: la política. Las reglas del juego están claras y el árbitro ha dicho que no dan más de sí. Ahora queda el diálogo. Porque de nada sirve mantener una unidad sustentada en la ley mientras crece, como sucede en los últimos años, el sentimiento independentista en Cataluña. Un anhelo cada vez más transversal en el que convergen secesionistas de siempre con ciudadanos que sin llevarlo en su ADN van considerando que quizás, para estar incómodos, casi mejor no estar.
¿Qué sucedería si dentro de unos lustros el independentismo alcanza una mayoría cualificada en la ciudadanía y en el Parlamento catalán? ¿Se podría esgrimir entonces la Constitución como dique de contención frente a un sentimiento mayoritario? ¿Podría evitar el Gobierno catalán correspondiente no dar respuesta al sentir de la ciudadanía aunque fuera por los hechos consumados?
Convendría no probarlo, porque seguramente es un escenario que ninguna de las dos partes quisiera gestionar. Y convendría no esperar mucho no vaya a ser que con un parlamento español más atomizado cada vez sea más difícil alcanzar acuerdos para una reforma constitucional.
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