España es un país desmesurado. En la crítica y en el afecto; siempre somos excesivos. La presidencia de Adolfo Suárez fue una prueba nítida de que la agresividad política no tiene límite. Su muerte, la confirmación irresistible que sienten los españoles por los entierros. Sobre el difunto, el llanto. Dos caras de la moneda del desorden emocional colectivo que siempre nos acompaña
En aquel julio del 76 en que fue nombrado presidente por el Rey, yo era un universitario más cercano a las soluciones airadas que a la ponderación razonante. La edad genera enfermedades del corazón que sólo la razón que acompaña al tiempo acaba curando. Pero en aquellos años de confusión política inevitable, en los que la indefinición era la táctica y la acumulación de indefiniciones la única estrategia, sí nos acompañó a los españoles un sentimiento compartido: la convicción profunda de que sólo en la Democracia podríamos encontrar el futuro.
El camino estaba transitado de francotiradores dispuestos a volar los débiles puentes que entonces comenzaban a levantarse entre las dos Españas pero, excepto los saboteadores de extrema derecha, todos (o casi todos, a Fraga le costó más tiempo llegar), tenían clara la meta. En medio de la balacera de aquella incertidumbre uno de los que siempre supieron dónde estaba el final fue Adolfo Suárez. Su vocación de cambio -discutida en los primeros meses de su mandato, indiscutible después a la vista de los hechos- fue decisiva en el desmantelamiento del franquismo y en el aterrizaje de la Democracia.
Esta actitud de decidido y decisivo impulso democrático es lo que los españoles le hemos reconocido en su adiós definitivo. España es un país que paga tarde- y por tanto mal- a quien le sirve bien. La generosidad nunca ha encontrado acomodo en el alma de un pueblo que siempre desconfía del vecino y al que siempre culpabiliza si asume cualquier parcela de liderazgo. Da igual que sea en la comunidad de vecinos, el club de futbol del barrio o la presidencia del Gobierno: el servicio a los demás siempre es sospechoso.
Suárez no fue una excepción y los que el martes le despedían con emoción sincera desde la Puerta de los Leones del Congreso, son los mismos- políticos, estamento militar y medios de comunicación- que, treinta y cuatro años antes, instigaron y participaron en su cacería. En España la relación entre gobierno, oposición y periodistas está marcada por un concepto tribal que aniquila la razón y oscurece el entendimiento.
En cualquier caso (y aunque tarde) la reflexión sobre la desmesura cometida debe ser saludada con la esperanza de que, algún día y ojalá más pronto que tarde, acabaremos dándonos cuenta del error y quizá a partir de entonces no habrá que esperar a que sea en la muerte donde nazca el sentimiento noble del reconocimiento.
Pero junto a la satisfacción que produce el pago de una deuda de gratitud aplazada, hay otra circunstancia extraordinariamente relevante en el luto por el ex presidente. No sé si la clase política habrá reparado en ello pero, si no lo han hecho, es que están ciegos o condenados al pudridero de lo inservible. Porque lo que el pueblo español les ha gritado desde el silencio ha sido la exigencia de volver a la búsqueda de consensos sobre cuestiones vitales para nuestro futuro. En el elogio a Suárez lo que subyace es la reivindicación de una forma de “hacer política” en la que prime el entendimiento por encima de la permanente teatralización del desencuentro.
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