Ayer concluyeron en numerosos lugares de nuestro entorno andaluz los actos y celebraciones de la tradicional fiesta del día de la Cruz, cuya festividad cuenta con gran arraigo en pueblos y ciudades. A media tarde de la víspera de la festividad el bullicio, los preparativos, la alegría y los prolegómenos de la celebración se adueñaron de las calles y plazas, entre trajes de faralaes, ornamentaciones y músicas propias de esta fiesta que tanta pujanza encuentra en la provincia almeriense.
El azar o el destino abrieron mis ojos a esa hora incierta a un desgraciado suceso. Sobre el anónimo suelo de una plazoleta descubrí el frágil cuerpo yacente de una persona que habían cubierto con una impoluta sábana blanca.
Por deformación profesional y por curiosidad me interesé por tan trágico hecho, pero sobre todo por la identidad y situación del ser humano que acababa de perder la vida en plena vía pública. Un hombre de mediana edad me puso al corriente: “Es una chica indigente, vivía en la calle y se le veía muy deteriorada. No tenía más de cuarenta años”. Mientras atendía la información, el trasiego festivo seguía su curso: las risas de los jóvenes que se dirigían a las cruces pasaban de puntillas junto a la muerte, algunos –los menos- transeúntes se detenían un instante.
Sólo otra chica indigente y haraposa, sentada bajo una farola, dejaba correr su pena en lágrimas. A la mañana siguiente encontré una flor amarilla sobre las losetas que habían acogido el último suspiro de la fallecida. Pensé entonces en la fría indiferencia del ser humano, en la irresponsabilidad vergonzosa de los poderes públicos y de nuestra sociedad que no erradican el hambre, la miseria, la indigencia, le exclusión social y la injusticia. Pensé entonces que otras muchas cruces habitan entre nosotros, pero nadie las quiere ver.
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