Almería ha viajado durante los últimos días al panorama de la actualidad informativa con un pobre y desgraciado burro al que hasta lo han bautizado con graduación militar. La historia de este inocente animal, salvo en el capítulo de su atención y rescate, es, además de desagradable, absolutamente lamentable, detestable y triste, muy triste. Resulta paradójico que una ciudad que tiene una plaza dedicada a los burros albergue situaciones y episodios tan incalificables como el que ha tenido que sufrir el indefenso burro Capitán.
Quienes tenemos la inmensa suerte de compatibilizar la vida rural y urbana consideramos un valioso privilegio el hecho de haber nacido y crecido en un entorno donde el reino animal ha sido determinante en nuestra sensibilidad hacia todos los seres que lo habitan, por muy irracionales que los considere el común de los racionales. Mientras celebro el visionado de los primeros pasos de Capitán, tras el crimen infligido contra él por su irresponsable dueño, que supuestamente lo ha abandonado, y los desaprensivos bárbaros que lo han apaleado hasta la extenuación, rememoro a mi querida burra color chocolate y a nuestra entrañable Mariquita que cuando niño me trasladaban al campo en busca de la curación de la tosferina que por aquel entonces padecí. Presiento cercano el cariño cotidiano de las pocas burras que aún habitan en mi pueblo.
No olvido al Platero pequeño, peludo, suave...del que tanto aprendimos en las lecturas escolares, ni al jumento de “Piel de asno”, ni a la “Oración para ir al cielo con los burritos”, de Francis Jammes. Como los humanos, son seres a los que la vida les ha sonreído. No como a Capitán, que no ha encontrado la sonrisa de la vida hasta que no ha conocido a sus cuidadores de La Huella Roja. Hasta ahora ha sido el burrito de los burros ¿humanos? que casi lo matan.
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