Parecía un ramo de flores, pero dentro había una bomba de esas de mecha que hemos visto luego en los dibujos animados. Y cuando explotó junto a la carroza no hubo risas ni juegos. Cuentan que el bisabuelo del protagonista del día no cambió el gesto mientras su mujer, unos minutos antes su novia ante el altar de Los Jerónimos, ocultaba a duras penas una arcada de princesa inglesa tras ver las tripas de los caballos del séquito derramadas sobre la calle Mayor de Madrid. Esta escena sucedió hace 108 años en una mañana de primavera no demasiado lejos del lugar en el que Felipe VI, bisnieto del desventurado Alfonso XIII, va a ser coronado hoy como nuevo Rey de España. Entre la flor y la bomba, los españoles hemos querido y odiado siempre a la monarquía con la desmesura propia de un pueblo que no tiene el término medio en su código genético. Pero el paso de los años no sólo pone distancia con las cosas, sino que también atempera los ánimos y las pasiones. Y no son tiempos de anarquistas enloquecidos en la buhardilla de su descontento, ni tampoco de cortesanos de tules y toisones. Ahora hay más pompa y circunstancia en la proclamación de Miss España que en la coronación de estos nuevos reyes postmonárquicos que hacen un republicanismo coronado y laico que ha cambiado la nobleza de la sangre por el papel cuché del “Hola”. Nuevos tiempos y nuevas formas, ya digo, para un rey joven que va a reinar sobre un viejo y endiablado país destinado a sacarle canas prematuras. Y una coronación austera y sobria para atajar posibles críticas sobre derroches y parafernalias anacrónicas. Curiosamente, muchos de los que están en contra del boato institucional pierden luego el culo por hacerse luego fotos en el cambio de guardia de Buckingham. En todo caso, larga vida al Rey y mucha suerte en el futuro, más que nada porque su suerte va a ser la de todos nosotros.
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