Escribió Séneca que “no hay viento favorable para el barco que no sabe a dónde va”. La frase de un andaluz luminoso ilumina, más dos mil años, la situación por la que atraviesa la vida política española.
La abdicación del Rey, la desconfianza en los partidos, en todos, el descrédito ganado a pulso por los políticos, el hartazgo, en fin, de los gobernados hacia los gobernantes, es sólo la consecuencia lógica de la incapacidad que provoca la desorientación de quienes han sido elegidos para dirigir la travesía.
En cualquier país con sentido de responsabilidad democrática varios ministros del gobierno estarían en su casa purgando la indecencia por aprovechamiento ilícito, incumplimiento de promesas hechas a la ciudadanía o incapacidad manifiesta. Por parte del partido que sostiene al gobierno y la oposición, más de la mitad no deberían ni haberse sentado en el congreso ni en el senado después de haber avalado con generosidad la opinión ciudadana de que no sólo no están capacitados para estar ahí, sino que sólo están ahí para su beneficio personal, cuantificado en la nómina de fin de mes.
El problema se acentúa aún más cuando al mal que aqueja a los dos grandes partidos se le quiere combatir, desde dentro, con la inercia de la perseverancia en una forma de hacer política desacreditada, y, desde fuera, con la irrupción de alternativas que, aunque aciertan parcialmente en el diagnóstico, proponen una terapia delirante que aspira a que el país se gobierne desde el asamblearismo y la ocurrencia.
El tiempo y la observación me han convertido en un escéptico irremediable y en un relativista incorregible. Cuando alguien presenta la fórmula secreta que nos hará vencer todos los males, me echo mano a la cartera. Nadie tiene la solución para reordenar el desorden y sólo desde la asunción compartida de que es preciso un cambio profundo en el sistema (que no es lo mismo que cambiar el sistema), puede acorralarse el riesgo de desbordamiento.
El nuevo Rey fue proclamado el jueves y el simbolismo del relevo debería ser imitado por muchas de sus señorías; sobre todo por aquellas que llevan en política desde que traspasaron la puerta del partido. No se puede hace de la política una profesión, ni de un cargo público un puesto de trabajo. En política, como repite Fausto Romero, a se está para servir o no se sirve para estar y la permanencia durante décadas en nómina acaba provocando que sólo se esté para servir a intereses personales. Digámoslo de una forma más clara y rotunda: quienes son parte del problema no pueden ser parte de la solución.
Es imprescindible un cambio que propicie la renovación de la “nomenklatura”. (Abro paréntesis para invitarles a una reflexión doméstica: repasen la lista de diputados, senadores y concejales que conocen y hagan cuentas sobre los trienios que llevan dependiendo de un sueldo oficial; seguro que se sorprenden).
Pero no solo es necesario ese cambio. Sólo hay una cosa más estúpida que no cambiar: cambiar por cambiar. Hay que abordar las modificaciones necesarias para adaptar las actuales estructuras de gobierno a los nuevos tiempos partiendo de la experiencia ya vivida. La Constitución del 78 ha sido y es un instrumento magnífico pero las nuevas realidades sobrevenidas aconsejan su adecuación.
Sucede igual con el estado de las autonomías. Es verdad que ha aportado progresos, pero su desarrollo también ha desvelado errores que superan la frontera del absurdo. Que para cazar en cualquier parte de E
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