La noticia me llega en boca de algunos afectados que se sienten discriminados por la negativa de muchas autoridades locales a que estos históricos personajes del comercio libre ejerzan su actividad. No hablo de vendedores ambulantes, de manteros ni de la “carne de cañón” de organizaciones clandestinas que engrosan sus cuentas de resultados sin escrúpulos, de forma miserable y mediante la explotación humana de quienes la migración ha traído a las calles y plazas de nuestras ciudades. Me refiero a los trabajadores de la economía informal que comercian con diferentes bie-nes de consumo, en ocasiones con los más variopintos e insólitos artículos de difícil venta en los establecimientos comerciales al uso. Las sucesivas campañas de desprestigio y de descrédito de estos curiosos vendedores y la transformación de la actividad comercial han acabado, prácticamente, con estas sugerentes figuras que siempre han sabido poner una nota de color, una chispa a la monotonía y rutina de los pequeños pueblos en los que casi nunca ocurre nada. En algunas de estas localidades aún se adivinan en la memoria colectiva las inconfundibles figuras de los últimos buhoneros que llegué a conocer en el Almanzora. Cómo no recordar al “Lila”, con su caja de madera colgada al cuello, la mirada oculta tras unas negras gafas, y una amplia oferta en el cajetín: mechas de yesca y piedras de pernal, entre una variada gama de géneros. Otro de los últimos buhoneros de la comarca fue Alfonso Sánchez, popularmente conocido como “Falange”, cuyas chuches atraían a una insaciable clientela infantil, pero también endulzaba la vida de los mayores porque como reseña el estribillo de la canción “El buhonero”, a él dedicada por el grupo almeriense Pesadilla Electrónica: “No vendo ná, no vendo ná, solo vendo ilusiones para hacerte cantar”. Cuán necesarios son para estos desencantados tiempos los buhoneros de ilusiones.
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