Todavía en tiempos de Franco, un delincuente magrebí que había frecuentado las presiones de varios países, me decía: “Prefiero que me encierren en las cárceles españolas, son un chollo”. Añadía el hombre: “Y eso que soy extranjero; si fuese español sería la leche”.
Esto viene a cuento de la repatriación en un avión especial del padre Miguel Pajares, infectado de ébola en Liberia. Aunque improbablemente pagase parte de su traslado la orden de San Juan de Dios, la pregunta sigue en pie: ¿cuántos países en el mundo tienen la capacidad, los recursos y la voluntad de hacer algo semejante? Vistos los precedentes, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, España y ninguno más.
Para ratificarlo, esos mismos días el gobierno español ha traído a casa a 37 compatriotas instalados en el polvorín de Libia.
Estas costosísimas acciones de nuestra Administración son continuas. Van desde financiar viajes turísticos de retorno a viejos expatriados en Iberoamérica, a obtener cada año la liberación de un centenar de compatriotas presos en el extranjero por delitos comunes.
En los últimos años se ha repatriado a turistas y a cooperantes y se ha pagado la liberación de trabajadores o de voluntarios secuestrados por terroristas, como se hizo hace dos años con Enric Gonyalons y Ainhoa Fernández de Rincón.
La pregunta a hacer es la siguiente: ¿se pueden mantener tantas bienintencionadas y carísimas actuaciones cuando en España se recorta desde la sanidad hasta el subsidio de paro y desde las prestaciones sociales hasta la educación?
Paradójicamente, siendo más pobres que bastantes países de nuestro entorno, actuamos como si no lo fuéramos y damos así la razón al magrebí del cuento cuando suspiraba “¡quién fuera español!”
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