Morir en paz. Rogelio, marinero de altura

No tenía miedo a morir pero no quería hacerlo sin resolver “sus asuntos”

Fuensanta Segura Reche
01:00 • 22 ago. 2014

“... La muerte tiene diez mil puertas distintas para que cada hombre encuentre su salida.” (J.Webster) 


Rogelio era gallego, pero él siempre decía que era ciudadano del mundo, fue marinero de altura y permanecía embarcado largas temporadas en todos los mares del mundo. Contaba que había vivido más tiempo en la mar que en tierra y ese era su lugar. En tierra se sentía extraño. Le costó acostumbrarse  como él decía a estar en dique seco y  su enfermedad la comparaba  con el barco que debían enviar a Tailandia para el desguace.


 Era un hombre solitario y de pocas palabras, le costaba hablar. Llevaba tiempo enfermo pero nunca le habían gustado los médicos, y acudió a ellos cuando el malestar y el dolor eran ya insoportables. Tras una conversación franca y abierta con el oncólogo, Rogelio desechó el tratamiento de quimioterapia.  Ingresó en la Unidad de cuidados paliativos del Hospital  con un cáncer de pulmón en un estado terminal y con un sufrimiento inmenso. Cuando por primera vez empezó a recibir tratamiento paliativo  se fue sintiendo  aliviado y reconfortado.  




Vivía en una pensión desde hacía 6 meses y el día que ingresó trajo con su maleta su vida entera. Rogelio no conocía a nadie en la ciudad y no recibía visitas. Permanecía en su habitación del hospital siempre solo. Su duro carácter se fue suavizando a medida que remitía el dolor y empezaba a confiar en el equipo que lo atendía. Todos sabíamos que tenía algo que decirnos. Seguía sufriendo mucho aunque la medicación con medidas de confort había aliviado mucho su malestar.


El conocía su situación terminal. No tenía miedo a morir pero no quería hacerlo sin resolver “sus asuntos”, le angustiaba mucho más que el dolor, dejar “cuentas pendientes”. Su deseo claro era compartir con nosotros su testamento vital.




Dejó claro a su médico que no deseaba alargar su vida de forma artificial y que quería morir tranquilo y sin dolor. Cuando llegara el momento pactó con su médico la sedación. Confiaba en él  y sabía que  le ayudaría a morir de forma tranquila, pero tenía otro profundo dolor que la morfina no podía aliviar.


 Hacía 30 años había tenido un hijo que nunca llegó a conocer pero que siempre estuvo en su mente y, a medida que pasaba el tiempo, su presencia se hacía más constante. Había llegado a Almería con el afán de buscarlo, de explicarle, darse la oportunidad del perdón. Conocía ya su nombre y donde vivía e incluso había jugado muchos días a intentar reconocerlo sentado discretamente en un banco…  No había sido capaz,  sus miedos lo paralizaban y mucho menos ahora en su situación terminal.     




Durante años había imaginado el momento de encontrarse con él y reconciliarse con su desasosiego. Se había imaginado diferentes situaciones pero cualquiera de ellas hubiera sido mejor que seguir anclado en la culpa. Ahora, al final de sus días, su sueño, su proyecto vital se veía truncado al no poder resolver esa cuenta pendiente con su vida. Temía no poder ofrecer ya a su hijo una explicación liberadora desde su inmovilidad en una cama de hospital. Ya no podría morir en paz.


Su demanda expresa fue que cuando muriera lo buscáramos y le entregáramos una carta.


 Aliviar el sufrimiento desde cualquiera de sus manifestaciones  es nuestra principal labor profesional y la morfina nada podía aportar ya contra el dolor de Rogelio.


Desde una escucha activa  pedía realmente que le ayudara.  Le propuse buscar a su hijo y proponerle un encuentro si él estuviese  de acuerdo. El no rotundo  de Rogelio duró un día y fue él el que al día siguiente  me dijo  que lo buscara rápido antes de que estuviera peor y ya no pudiera hablar. Durante los días  de búsqueda y localización de su hijo Rogelio estaba ilusionado y exigía con insistencia que le diera detalles de todas las gestiones realizadas. Le asustaba que no diera tiempo y ahora pedía al médico que no le dejara morir todavía.


Su hijo fue localizado tras cuatro días de gestiones y tras contactar con él se le informó que existía una información relevante sobre su padre biológico.  Si estaba interesado se le daría una cita. Ese mismo día acudió puntualmente a la entrevista con la trabajadora social.  Tal y como habíamos pactado con Rogelio le entregué la larga carta manuscrita. La leyó… ansioso de encontrar respuestas a miles de preguntas que tenia desde niño. Con lágrimas en los ojos solo preguntó, “¿por qué nunca me lo dijo?”.


Rogelio y su hijo se encontraron y hablaron durante horas y días en la intimidad. Rogelio se moría y era feliz, su hijo estuvo a su lado, lo acompañó  hasta el final.


 La despedida de Rogelio fue corta: “Gracias por haberme permitido morir en paz”. op


 



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