El ayuntamiento de Valladolid discutió esta semana la reprobación de su alcalde por las infames declaraciones sobre mujeres que en el ascensor se quitan el sujetador para después acusarte de agresión sexual. La reprobación no salió adelante porque el grupo popular, que cuenta con mayoría absoluta, la frenó.
En democracia la reprobación de un político es una forma de censura suave, una llamada de atención, en términos deportivos una tarjeta amarilla que sanciona y advierte, pero sin expulsar. Argumentan los compañeros de León de la Riva que sus palabras de tinte machista fueron desafortunadas pero que su actitud desmiente el presunto machismo que destilan, porque tiene una teniente de alcalde mujer, una jefa de policía municipal mujer. Que es como si disculpáramos una nefasta interpretación de un mal violinista porque es un buen padre, o perdonáramos al mal deportista porque es un buen vecino.
Lo que viene a decirnos el grupo popular en el ayuntamiento de Valladolid es que las palabras pueden ser reprobables, pero no quien las pronuncia, como si las palabras tuvieran vida propia al margen de quien las profiere. Algo que uno sólo cree cuando defiende al correligionario y borra con naturalidad cuando se trata de observar al adversario. Lo que tienen las reprobaciones es que retratan al reprobado, pero también a aquellos que lo disculpan. Y el PP de Valladolid ha quedado retratado con su apoyo a León de la Riva, reincidente en la materia, autor de chascarrillos machistas con los que se podría hacer una antología, desde su alusión a las sensaciones inconfesables que le provocaban "los morritos" de Leire Pajín a su desprecio por "la parida paritaria". Después nos predicarán la regeneración política. Pero la primera piedra de la regeneración no es modificar la ley para apuntalar mayorías absolutas si después estas son capaces de disculpar declaraciones degeneradas.
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