La capital almeriense ha vivido esta semana dos momentos felices, dos actuaciones que confortan y nos reencuentran con una vocación que nunca debimos perder.
El derribo de los muros de la estación de ferrocarril y del que separaba la avenida Cabo de Gata de la plaza de Carabineros son dos gestos que, en su simbolismo, encierran una voluntad, cierran un error y entierran una concepción.
El tren que desde el 25 de julio de 1895 llegó a extramuros de la ciudad y entonces unió (y ahora nos separa: solo hay que mirar el reloj y comprobar su velocidad insultante de hoy, casi 120 años después), el tren digo que nos unió entonces y ahora nos separa del resto de España, acabó sin culpa y sin remedio dividiendo un poblachón que con los años encontró en las cercanías del mar y del salitre una de las desembocaduras donde encontró acomodo la trama urbana que demandaba su crecimiento demográfico.
Almería crecía y el espacio que separaba las vías del tren de la playa fue llenándose de casas y de vida. Al principio fue el tren, después vinieron las viviendas y las vías que unen acabaron dividiendo la estructura urbana. Almería era entonces la Puerta de Purchena rodeada de suburbios; El Zapillo, la prueba incontestable de que el más allá existía.
Todavía hoy, cuando en los barrios de la playa y camino de la parada del autobús preguntas a personas de más de setenta años que a donde van, no son pocos los que responden que “a Almería”. El Zapillo ha sido para Almería como Triana para Sevilla: un barrio de pescadores y mareantes al que había que llegar pasando un puente; en Sevilla por encima y sobre agua, en Almería por debajo y sobre tierra, pero puente al fin.
Demasiados almerienses no han mirado durante decenios al mar con afecto. Esta circunstancia, tan equivocada (¿Quién no quiere ver la belleza y gozar de su frescura?), propició la permanencia inevitable o el levantamiento intencionado de barreras que impidieran que la capital mirara al mar.
En los últimos años la vocación ha cambiado de rumbo y cada día son más los almerienses que vuelven sus ojos al Mediterráneo que nos ha hecho como somos. Por eso es elogiable que se abran puertas que acerquen el mar a la ciudad.
Al derribo de las casas cercanas a la desembocadura del Andarax y de los muros de Renfe y de la plaza de Carabineros seguirá la apertura de Villa Pepita y a todas estas actuaciones habrán de seguir otras. Desde Pescadería hasta la Universidad hay que establecer vías de encuentro de los almerienses con sus playas y su mar.
Es evidente que los derribos de esta semana o de agosto en el entorno del delta del río, aunque complejos, no tienen la misma dificultad que otras actuaciones que deberían llegar en el futuro, como sería la integración puerto-ciudad. Pero lo importante es que sepamos hacía dónde queremos ir. Mirar al mar o darle la espalda, esa es la cuestión.
Para la mayoría de los almerienses la opción se antoja clara. Ahora lo que hace falta es que las administraciones, todas las administraciones, se pongan de acuerdo en colaborar para satisfacer esa vocación reencontrada.
Almería ha tardado en construirse mil años y nunca han sido las decisiones apresuradas las que la han hecho mejor. El mañana no se construye pensado en el hoy, sino en el mañana. Los políticos deben acomodar sus decisiones sobre la ciudad del futuro a las necesidades que habrá en los próximos treinta años. No podemos acometer actuaciones que queden obsoletas o insuficientes el mismo día de su inauguración. Vayamos paso a paso y sin demora pero pongamos la meta lejos. Da igual quien llegue a ella, lo importante es haber participado en la construcción inteligente y apasionada inteligente del recorrido.
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Pedro Manuel de la Cruz