Algo se habrá venido haciendo mal en Almería a lo largo de las décadas, acaso los siglos, cuando los derribos descubren perspectivas tan deslumbrantes como sencillas. Definitivamente, la nuestra es una ciudad que se lleva bien con la piqueta y la dinamita. Si se tira un muro y se atisba algo hermoso está claro que ese muro o estaba muy mal puesto o tenía una intención manifiestamente mejorable. Lo vimos hace años cuando la demolición del edificio del viejo Colegio Diocesano nos permitió establecer una conexión visual directa entre Catedral y Alcazaba (menos mal que a Andrés Caparrós no le pilló entonces por aquí, porque eso tenía peligro de rapsodia), lo vimos después con la voladura controlada del edificio de Trino y de todos sus recuerdos radiofónicos, su sede socialista de dominó y doctrina, sus yonquis de rellano y toda su mala sombra. Y ahora volvemos a ver el efecto benéfico del destrozo con la desaparición del contumaz muro que rodeaba las vías de tren en su trayecto a ningún lado. Incluso lo podemos ver en la zapillera Plaza Carabineros. Naturalmente, no estamos lo suficientemente descentrados como para proponer una solución termonuclear para acabar con el apantallamiento marino que sufren Almería y la mayoría de ciudades costeras habitadas por ciudadanos pasivos y concejales permisivos en los trepidantes años sesenta. Por desgracia no se puede acabar de un plumazo con el minucioso plantado de horribles edificios que tapan el rompeolas, pero sí al menos podemos llamar la atención sobre la importancia de no repetir errores del pasado (algunos de imposible empeoramiento) y tratar de evitar que dentro de muchos años los almerienses sigan verticalizando el viejo lema del París de las revueltas yeyés, cuando los manifestantes quitaban los adoquines del suelo buscando la playa. Y como no la encontraban, se los tiraban luego a los gendarmes.
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