Aquel hombre de sienes canas y mirada constante sabía aquella tarde lo que acabaría viendo al final de la jornada. Lo mismo que todos los años cuando el verano viaja a otras latitudes y el otoño se desnuda con toda su plenitud de sepias estampas y viejas costumbres que las sucesivas generaciones guardan como oro en paño y ejercitan como lo hicieron sus antepasados. Esos únicos y exclusivos hábitos del medio rural que hacen de este tiempo un tiempo de anteayer.
Desde la azotea, atalaya única porque otra no había en aquella vivienda de tapial, contemplaba el monótono discurso de la escasa vecindad que con su actitud, casi siempre la misma, ponía en evidencia su carente imaginación. Contempló, primero, cómo de un vehículo furgoneta, utilizado para labores agrícolas, se apeaban un hombre y una mujer, ambos portadores de pesados sacos de hortalizas y de sendos haces de hierba que homenajearían en días venideros a los animales que aguardaban impacientes en corrales y porquerizas.
Luego, y de otros coches similares, bajaron más hombres y más mujeres, igualmente ataviados con ropas de faena, de corte discreto, que servían para resguardarse de todo tipo de inclemencias, pues por aquellas calendas el meteoro era muy dado al cambio. También descendían de los vehículos niños de diferentes edades, con cargas idénticas aunque de tamaño más acorde con su capacidad física. El estanquero, asomado a la ventana de su puerta, parecía ajeno por completo al espíritu de la comitiva. El cura apremiaba su marcha para no hacer esperar a los feligreses que aguardaban el comienzo de la misa a la puerta de la iglesia. Todos entraban por sus respectivas puertas. El observador, aquel hombre de nívea cabeza, no supo si la gente se quedó para siempre en el interior de cada inmueble o si salió por otras puertas traseras. Así fue porque el impasible mirón, harto de una secuencia nueva como otra vieja, decidió refugiarse en el doméstico tedio del hogar rural.
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