El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, con sus explicaciones por la retirada de la reforma de la ley del aborto, se ha retratado como el perfecto ejemplo de mandatario que es capaz de decir una cosa y la contraria sin despeinarse. Las razones que ha expuesto, que no ha encontrado el consenso suficiente para sacar adelante el anteproyecto y que no quiere “tener una ley que cuando llegue otro gobierno la cambie”, no se sostienen; entre otras cosas porque ha hecho justo lo contrario con otras reformas que ha abordado.
El ejemplo más claro de esto lo tenemos en la Ley Wert, que fue aprobada en el Congreso sin más apoyos que los de los diputados del Partido Popular. Ninguno de los parlamentarios de la oposición votó a favor. Es más, la oposición, de manera unánime, anunció que derogaría la Lomce en cuanto el PP pierda la mayoría absoluta y la tildaron de "zombi", "injusta" y "mesiánica", entre otras lindezas.
Toda la comunidad educativa también expresó su férreo rechazo a esta mal llamada Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, por ser en realidad una reforma clasista que adoctrina y crea unas enormes desigualdades entre los alumnos.
Nada de esto pareció importarle entonces a Rajoy, a pesar de que es consciente de que esta Ley tiene los días contados en cuanto cambie el signo político del Gobierno.
Todo el mundo es consciente de que con la retirada de la reforma de la interrupción voluntaria del embarazo, que se ha llevado por delante al ministro de Justicia, el Partido Popular no ha hecho un ejercicio de responsabilidad sino solo meros cálculos electorales.
La cuenta no debía de salirle a Rajoy y por ese solo motivo ha decidido dar marcha atrás. No parece que le haya preocupado intentar aplastar los derechos de la mujer para luego rectificar. Ni mucho menos; solo los votos que podrían entrar o salir de las urnas. Y no vean como duele eso.
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