Cuando murió su joven madre apenas contaba seis años. La incomprensible ausencia le llevaba durante tiempo a rescatar la ropa materna del armario para abrazarla entre lágrimas. Era el único medio utilizado por aquel niño marplatense para sentir de alguna manera el imposible y perdido cariño maternal. Me lo cuenta Patricia Hernández Estrada, una hábil modista argentina, cuñada de Alfredo Padovani, el niño que junto a sus otros dos hermanos quedó huérfano de su madre, Dolores Navarro González, cuando aún moqueaban en Mar del Plata, la hermosa ciudad del sudeste de la provincia de Buenos Aires en la que habían nacido pocos años después de que sus padres, Dolores, y el zapatero italiano Pascual Padovani, se conocieran y se casaran bajo el común paraguas de la emigración americana. Dolores, hija de pulpileño y nijareña, dejó su blanco pueblo de Lucainena de las Torres en las primeras décadas del siglo pasado para buscarse la vida, al igual que toda su familia. La muerte le sorprendió muy joven, lo mismo que a uno de sus tres hijos. Los otros dos descendientes, Rodolfo –difunto esposo de Patricia- y Alfredo, crecieron con la memoria del origen progenitor del pueblo de Lucainena, que casi medio siglo después pudieron abrazar y conocer.
El único superviviente argentino de esta familia lucainense, Alfredo Padovani, casi octogenario y enfermo, reside en Mar del Plata, tras haber quemado su vida laboral en la petrolera YPF. Cuando el pasado año conoció por boca de su cuñada Patricia la declaración del pueblo lobero como uno de los más bonitos de España se le avivó la llama del amor incontenible por Lucainena, adonde ya no podrá volver por su salud, pero sí ha expresado un ruego: que le faciliten fotografías, imágenes, materiales y objetos que le permitan sentir más cerca, desde la nostalgia almeriense, el sueño de esa joya de Sierra Alhamilla que es Lucainena de las Torres.
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