La soledad de los muertos

En los dos últimos días la vida y la muerte se han encontrado en nuestros cementerios. Fieles a la tradición, numerosos ciudadanos han acudido a la última morada de sus seres queridos ausentes, a panteones, nichos y columbarios. Es una costumbre históricamente arraigada que , al margen de la celebración religiosa del Día de todos los Santos y del Día de Difuntos ,me ha llevado a cuestionar por qué la inmensa mayoría de los mortales   solo acude una vez al año a honrar en la proximidad de la tumba a sus familiares, amigos y allegados fallecidos. Parece como que sus restos estuvieran ausentes de su morada durante los 363 días restantes del año. También es cierto que cualquiera, en uso de su libertad, puede hacer cuanto le venga en gana con respecto a la memoria y honra de los demás. Precisamente en uso de esa libertad hay quienes se han dejado  llevar por sentimientos y hábitos singulares, pasados y presentes. Una de estas actitudes hacia los difuntos que me ha impresionado sobremanera es la que me cuenta un veterano compañero del fotoperiodismo,  quien la ha conocido al pie mismo de la sepultura del torero Francisco Vega de los Reyes, “Gitanillo de Triana”, en boca de su sobrina nieta. Rocío, de 77 años, se desplaza todos los primeros de noviembre desde el país galo, donde reside, al cementerio sevillano de San Fernando, para mantener vivos el recuerdo y la costumbre de la madre del torero, quien tras la trágica  muerte del diestro, en agosto de 1931, tomó la firme decisión de no dejar un solo día sin acudir a hacer compañía al cadáver del desafortunado maestro. 

La presencia cotidiana de la apenada madre ante la tumba de Gitanillo llevó al alcalde de turno a instalar un banco de piedra para aliviar las horas de pie de la inconsolable señora, quien no quiso creer en la soledad de los muertos, tan certeramente retratada en la rima de Becquer: “!Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”.