¿Os imagináis estar en la calle y que un grupo de hombres os asaltara y os arrancara la ropa? Esto ha ocurrido hace unos días y las imágenes se han difundido en las redes sociales: en Nairobi, una mujer en la parada de autobús es agredida, insultada, vejada y humillada mientras le arrancan la ropa; por el sólo hecho de ir vestida con una minifalda. Por ello miles de mujeres se manifestaron en la capital keniata, denunciando este hecho, y en el que pedían libertad para ponerse la ropa que quisieran y ser respetadas por ello. Mientras denunciaban se volvía a producir otro ataque: más de cien hombres fueron detenidos por estar vinculados a esta segunda agresión.
En Suecia, hace unos días, una organización hizo un experimento: una cámara oculta en un ascensor para mostrar que hacen las personas frente a un caso de abuso. El vídeo muestra que solo un 2% de las personas reacciona ante las amenazas de un hombre a su pareja. De 53 personas tan solo una mujer reaccionó. Hace unos días una experta en género me recomendó el artículo de Miguel Lorente titulado: “Matar a Hipatia en el siglo XXI”, en el cual dice que: “16 siglos después Hipatia sigue viva en muchas mujeres que rompen moldes establecidos por unas referencias culturales que continúan distribuyendo tiempos, espacios y roles en función del género”. Las mujeres seguimos expuestas a la aprobación y crítica de la sociedad y de los hombres con los que establecemos una relación; por esto nos siguen asesinando. La violencia contra las mujeres, por tanto, vemos que no es nueva. Esto no nos exime de responsabilidades. No podemos estar impasibles ni hombres ni mujeres ante la violencia de género. Los datos son escalofriantes: siete de cada 10 mujeres sufre violencia física o sexual a lo largo de su vida, según Oxfam Intermón, y alerta que la violencia de género es la primera causa de muerte de las mujeres en el planeta, por delante del cáncer, la malaria, accidentes de tráfico y las guerras. En Andalucía, el 24 por ciento de los jóvenes andaluces consideran que, el lugar de la mujer está en su casa, con su familia y el 10 por ciento creen que el hombre es el que debe de tomar decisiones “importantes”: está claro que no podemos bajar la guardia. Y no sólo hablo de dinero: es importante que los equipos tengan una importante experiencia personal y profesional para poder atender los casos dramáticos que llegan. La formación no debe de ir sólo encaminada a los casos de maltrato físico: es fácil aportar pruebas y un parte de lesiones. “Hay nula formación en el maltrato moral, que es muy lesivo y dañino para quien lo haya estudiado”, me comenta Carmen Tejero de la Red EQUO de Mujeres. En el maltrato físico está claro que la víctima es la mujer, pero en el maltrato moral, el hombre puede acabar de víctima y la mujer de culpable, ya que en todo proceso tedioso encontramos también personal no cualificado ni formado para valorarlo. El maltratador no es un hombre neandertal; puede ir incluso camuflado en parternalismo, ir camuflado en palabras íntimas llenas de sustantivos aparentemente inocentes. Los agresores no portan mazas. Los elementos cotidianos domésticos son su arma. Todo lo que está a mano se convierte en objeto de agresión. Si no hay objetos: la conducción temeraria y la privación de sueño se convierten en violencia. Y en las redes te piden contraseñas como prueba de amor; acceden a nuestros datos y fotos con amenazas de compartirlas; discuten el tipo de publicación que hacemos o los “megustan”; amenazan con publicar los vídeos íntimos; exigen pruebas de lo que llevamos puesto para vestir.
La humillación, el insulto, el menosprecio, la ridiculización, la acusación... son las heridas que más tardan en curar. Los hombres no son nuestros dueños; aunque los mensajes diarios quieran decir lo contrario. Si encendemos la televisión, tanto en los programas como en la publicidad se alienta: la dominación, la cosificación y la violencia. En los videojuegos incluso se premia. Es hora de reaccionar y luchar contra esta lacra global que nos está matando: ¿juntos?
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