Adivina quién viene a cenar

Si hay algo que me previene y espanta de las inminentes confraternizaciones laborales y familiares con motivo de la Navidad no es tanto el bullicio o la proliferación de gorritos absurdos, sino la presumible presencia en ellas del fenómeno político de moda en España. Ya se sabe que este tipo de encuentros tienen un repertorio limitado en cuanto a temas de conversación y que, una vez agotados los chascarrillos y chismes internos de la oficina o los asuntos propios de cuñados y primos, es muy probable que alguien ponga sobre la mesa el argumento de moda en las tertulias periodísticas, convertido ahora en recurso animador de cuchipandas devenidas en tedio. Así que me temo que no habrá reunión o ágape en el que finalmente no acabe apareciendo la figura del vareador del descontento y su coleta multiuso para animar el ambiente. Y no se sabe qué es peor, si asistir a un ensordecedor debate sobre las extremistas simplezas de ese soviet de paraninfeadores o asumir que tu compañero de mesa te explique (con la convicción que otorga el segundo gintonic) las razones por las que piensa votar o no votar al coletari, a su novia inmobiliaria, a su edecán gandul o a cualquier otro miembro de su politburó mochilero. Yo no soy muy dado a 

dar consejos y menos por escrito, pero si me permiten la licencia, me atreveré a recomendarles que saquen de su lista de invitados al muchacho de las camisas que tienen pinta de oler incluso en pantalla y que dediquen su tiempo a otras pláticas más provechosas: la inexistencia de delanteros en la plantilla de la UD Almería; la navidad carcelaria de las folclóricas más reputadas, la secuencia en la que usted se ha reconocido disfrazado de tieso desértico en alguna reciente superproducción o, como siempre, el recurrente precio de los langostinos y del mejor sabor de los de los frescos comprados en la plaza frente a los ultracongelados australes. Cualquier cosa antes que de esta gente, cuyo único objetivo es hacer, paradójicamente, la pascua.