A los pocos meses de ser nombrado director de La Voz tuve la fortuna de compartir- quizá sería más correcto escribir de“escuchar”- algunas reflexiones del magistrado Joaquín Navarro Estevan sobre Almería y los almerienses.
Fue casi un monólogo tan extenso como intenso (de un jurista como Joaquín, el único marxista del mundo que se sabía de memoria toda la obra de santa Teresa y san Juan de la Cruz, no cabía esperar otra cosa), que desde aquella noche guardo en la sala de máquinas de la memoria algunas de sus opiniones, desoladoramente certeras a veces y, las más de las veces, revestidas de una ingenuidad tan aparente como corrosiva.
Una de esas reflexiones a la que he regresado estos días de ruido tras el campanazo de Canal Sur en la noche de fin de año ha sido a la que ponía en la diana la capacidad movilizadora de los almerienses.
Fue a raíz de oír mi entusiasmo convencido en la capacidad de los almerienses para salir a la calle a reivindicar lo que por derecho les correspondía, cuando en un indisimulable tono de decepción me aconsejó:
-Yo sé un poco de política y algo más de judicatura- me dijo, mientras hacía descansar su cabeza sobre el hombro derecho, un gesto en él tan característico cuando cargaba su inteligencia antes de disparar-, pero no olvides nunca que los almerienses solo salen a la calle en las cabalgatas, las batallas de flores o por el fútbol; lo demás les importa entre poco y nada.
Más de veinticinco años después la realidad ha venido a confirmar, otra vez más, su decepción.
El fiasco de las campanadas televisivas ha levantado un vendaval de protestas en los medios de comunicación y en las redes sociales tan abrumador que se hace imposible un ejercicio de comparación con cualquier otro suceso. Ni la manifestación del “Porta a la horca” de junio del 76, tan civilizada que la policía iba protegiendo a los portadores de la pancarta; ni la frustración del primer concierto de Bisbal con sus compañeros de la Operación Triunfo, derrotada por el viento; ni cualquier otro evento, festivo o dramático, ha levantado tanta polvareda o ha durado más en el tiempo. Los movimientos de protesta por el ascenso frustrado a segunda división o por el silencio impuesto por el poniente a los “triunfitos” no fueron más allá de un Dos de Mayo sin continuidad. Los ecos del campanazo todavía siguen escuchándose diez días después.
Y me parece bien. Está bien que los ciudadanos pidan- pidamos- explicaciones por un error humano que nunca se debió cometer. Faltaría más.
Lo que echo de menos es que de ese tsunami de indignación no dejemos ni una sola ola para protestar por el retraso en la llegada del AVE o el olvido del hospital materno infantil, por citar sólo dos reivindicaciones insatisfechas que afectan al gobierno central la primera y al gobierno autonómico la segunda.
El ascenso a segunda, la música de aquel karaoke televisivo del que sólo ha quedado Bisbal o el desastre sin justificación y sin paliativos de las campanadas eran importantes, pero no los situemos-no a la misma altura, sino a más altura, a mucha más altura en la escala de reivindicaciones y protestas populares- que las autovías, los trenes o los centros de salud.
Seamos sensatos y demos a cada situación el valor que tiene. El folclore está bien, pero no es en el sobre el que se construye el futuro y la vida.
Y ya que hablamos de vida no deja de sorprenderme que todos aquellos que han desbordado las redes sociales exigiendo con razón responsabilidades políticas y laborales por el error humano de nochevieja hayan mantenido un silencio tan estruendoso ante el dramático accidente de la Cabalgata de Reyes en Níjar y en el que murió un joven de veinte años.
Los dos son consecuencia de errores humanos y es cierto que son casos muy diferentes; tanto, que uno sólo abarcó apenas doce segundos y otro, trágica y lamentablemente durará toda la eternidad.
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Pedro Manuel de la Cruz