Nunca es bueno legislar ´en caliente´, dicen quienes, para justificarse ante sus electorados en momentos de crisis, siempre presentan propuestas precisamente ´en caliente´. No hay conflicto entre seguridad y libertad, aseveran los que siempre toman partido por la primera en detrimento de la segunda. Me fío más de la policía que de los jueces, escuché, hace unas horas, a una colega, acaso algo exaltada, en el curso de una tertulia. Hay que establecer nuevos límites a los ´excesos´ en la libertad de expresión, dijeron algunos en la misma tertulia, dicen bastantes gentes en demasiados lugares.
Qué quiere usted que le diga: todo ello me viene preocupando hondamente, porque estamos ante una concepción algo sesgada de la vida. Como si nuestra civilización, nuestros valores superiores a los de otros -no voy a entrar a negar eso- fuesen los únicos a respetar. Como si la violencia justificase tantas cosas que nada tienen que ver con la represión de la violencia.
Claro que hay momentos en los que el salvajismo, el fanatismo, la deshumanización, plantean un rearme por nuestra parte: no podemos quedar inermes ante locos con kalashnikov, ni ante verdugos que degüellan a gente inocente, ni ante monstruos que hacen estallar a niñas de diez años para asesinar a la mayor cantidad de gente posible. Todo eso produce el vértigo del horror. Pero el Estado democrático y de derecho sigue siendo superior a esa náusea: no puede legitimar ni el recorte de las libertades del ciudadano medio ni el incremento de la invasión de la privacidad de esos mismos ciudadanos.
Y eso mismo, tales recortes y esos incrementos, es lo que plantean los ministros encargados de la seguridad de las gentes que andan por la calle, viajan en avión o compran en los supermercados. No estoy seguro de confiar en una Europa gobernada por los ministros de Interior sin que el poder judicial matice sus decisiones: no se puede, no se debe, exigir sin más la facultad de controlar indiscriminadamente los teléfonos, ni se pueden extender los controles sobre datos personales confidenciales. El Gran Hermano, que estaba más o menos (en teoría) limitado por Schengen, no puede adueñarse de nuestras vidas, que es, parece, una pretensión inherente a quien ostenta el poder, por muy legítimamente que lo haya obtenido. Importa insistir en que la de seguridad versus libertad no se trata de una alternativa perfecta y excluyente; pero ambos valores se hallan siempre en conflicto, y cierto es que en estos días de pánico, ira e intolerancia es la libertad la que corre mayores riesgos, como bien han sugerido el Consejo del Poder Judicial y el propio Parlamento Europeo. Creo que no debemos ser maximalistas: demos a la seguridad lo que es de la seguridad, y a la libertad, lo que a la libertad -incluyendo, claro, la de expresión- pertenece. Yo, al menos, no quiero ni leyes de patadas a la puerta, ni de mordazas
-perdón por la simplifcación--, y me gustaría seguir estando seguro de que, cuando llaman a mi puerta a las seis de la mañana, es el lechero quien llama. Y también de que, cuando telefoneo a un amigo, somos solamente dos los que estamos hablando. Ahora no podría ya certificarlo. Y no van a ser esos pobres diablos salvajes del fusil o el cuchillo cortacabezas los que logren abatir mi vuelo libre. Eso espero, al menos.
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