Mercedes apenas había nacido cuando aquella mañana la llevaron a que la conociera su padre. Era abril y el sol de primavera matizaba el miedo al invierno oscuro de la muerte. Adela acudió como cada día puntual a la puerta de la prisión. Le acompañaba siempre uno de sus cinco hijos y una cesta de mimbre. La depositó en la entrada y el guardia de puertas miró su contenido con el desinterés a que obliga la rutina. Sólo se detuvo en el mantel blanco que cubría la comida como cada día. –Pase-, le dijo sin prestar atención en un gesto mecánico que denotaba cotidianidad.
Aterida por el frío que acompaña al miedo, Adela recorrió el pasillo que le separaba del patio. Allí se encontró con Pepe y se fundieron en un beso más cercano a la desolación que a la pasión. Se sentaron y la mujer descubrió el mantel con la delicadeza extrema de quien teme herir un tesoro si lo toca. Lo que cobijaba aquella cesta no era la comida del día. Lo que acunaba era una niña con apenas unas semanas. La hija a la que la barbarie le impidió ver nacer y a la que la cárcel le robó besar en los atardeceres azulados de Almería.
Nadie vio el encuentro entre la vida que acababa de nacer y la muerte que ya se presentía. O quizá sí.
Tal vez fuera por esa mirada silenciosa; o por algún gesto de cariño en medio del terror ante la incertidumbre de cada amanecida; o por la intencionadamente distraída atención con que permitió, seguro que con disimulada satisfacción, que unas semanas antes Pepe pudiera lanzar a su hija María con tres años por los aires en ese juego inocente que hace reír a los niños y soñar a los padres. Lo cierto es que un día, presintiendo el horror que se avecinada, José miró a Adela a los ojos y sólo alcanzó a decir:
-Si un día me pasa algo, no olvides nunca que Dionisio es un buen hombre.
Doce meses después, en la madrugada de un 31 de mayo un tiro acabó con su vida en la soledad de un barranco.
Un año más tarde Dionisio se sentaba ante un tribunal militar en un consejo de guerra sumarísimo con el peso de la petición de cuatro penas de muerte, argumentadas no desde una presumible culpabilidad, sino desde la certeza delirante de la venganza de los vencedores sobre los vencidos.
Adela dudó qué hacer- al cabo su marido estaba muerto y el horror es un paisaje al que nadie quiere volver-, pero al oír el dolor desesperado de la mujer del acusado pidiéndole ayuda se presentó ante el consejo y declaró lo que le había dicho José.
-Señores, yo no puedo decir nada más que lo que mi marido me dijo: que Dionisio es un buen hombre.
La declaración evitó el paredón irremediable de aquel juicio sin garantías y las balas fueron sustituidas por una condena a perpetuidad.
Dieciséis años después y a su regreso de la prisión de El Dueso, Dionisio se presentó una tarde en el número 3 de la calle General Tamayo. Iba acompañado de su mujer. Adela no lo reconoció, pero sí a la mujer que aquella otra tarde de desolación del 39 le había pedido desesperada de dolor y agarrada a la esperanza- la influencia de viudas de guerra era enorme- que acudiera al día siguiente a declarar en el consejo de guerra contra su marido.
No hubo palabras. Dionisio se arrodilló y sólo acertó a besar las manos bañadas en sus lágrimas de aquella mujer que lo miraba en medio del desconcierto.
Para Adela la mitad de su vida se fue en el 38 y la guerra acabó en el 39. Para Dionisio en el 55. Pero el dolor de aquel espanto de espanto y muerte les acompañó toda la vida.
(El texto anterior refleja un hecho real ocurrido en Almería y vivido- y sufrido- por almerienses. Lo recojo para recordar a aquellos que descalifican ahora la Constitución del 78, que fue su promulgación la que cerró una herida inmensa y la que inició el proceso de mayor desarrollo democrático y social de España en toda su historia. Conviene recordarlo porque el tiempo despenaliza el pasado pero no borra su existencia).
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