Los almerienses somos de naturaleza tranquila. Solemos quejarnos poco y, si lo hacemos, normalmente la crítica no va más allá de los comentarios que realizamos entre el grupo de amigos, de vecinos o en el entorno familiar. Es decir, somos vehementes de boquilla pero a la hora de la verdad muy suaves ante la reclamación.
Nuestro carácter, para bien o para mal, se ha moldeado a golpe de ventolera, las que vienen fresquitas de Poniente y las calurosas de Levante. Entre vientos, en cambio, andamos por lo visto desamparados, buscando esa poquita de brisa que nos señale el camino.
Así, hemos ido soportando- no me cabe en la cabeza otra explicación- una subida tras otra de los servicios municipales que recibimos del Ayuntamiento y que quien más y quien menos se las veas y se las desee para hacer frente a las habituales y descomunales facturas que nos pasan.
Lo sufrimos, especialmente, con el IBI que está por encima de ciudades como Madrid o Sevilla, según el estudio que hizo público el pasado año la Agencia Tributaria del Ayuntamiento de la capital de España. Sin embargo, el Levante, que sopla en verano – cuando se paga este impuesto- nos deja tiesos. Es lo que tiene.
El sablazo del IBI es insufrible para muchas familias, que tienen que destinar gran parte de su nómina a pagarlo. Si además, tienes hipoteca- quién no la tiene- ese mes toca pagar la luz y te sale un imprevisto, estás literalmente muerto. Pagamos tanto y con tal desmesura que no hay economía familiar a la que el Ayuntamiento no le haga un agujero.
Ahora, con el Poniente azotando, hemos conocido que la ciudad de Almería está a la cabeza de una nueva estadística perniciosa para nuestros bolsillos: el agua que sale por nuestros grifos es cada vez más cara y estamos entre las capitales andaluzas donde más subió el recibo de este servicio durante el pasado año. A poco que nos descuidemos, este ventarrón también nos lleva por delante.
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