El pasado sábado, mientras la Plaza Vieja acogía la celebración de Almería como Capital Mundial del Tomate (gracias a las miles de personas que acudieron a nuestra llamada y que, con su asistencia generosa a cada acto que organizamos, demuestran que para los almerienses La Voz es mucho más que un periódico), nada más terminar el acto de entrega de un pin de oro a los presidentes de las ocho cooperativas y alhóndigas más destacadas en la comercialización de este “oro rojo”, tan nuestro, se me acercó la concejal Isabel Fernández y en un tono más cercano a la sugerencia que al reproche me hizo caer en la cuenta que el escenario apenas abandonado unos segundos antes había sido ocupado por diecisiete hombres y sólo una mujer. Era verdad.
Tan oportuna consideración fue complementada minutos más tarde cuando comentando la inteligente observación de la concejala de Turismo con Antonia Sánchez Villanueva, que ocupó en el escenario la excepción femenina, la subdirectora aportó un dato más, otro más, del necesario camino que todavía queda por recorrer para situar a las mujeres en el lugar que les corresponde. Había ocurrido apenas 48 horas antes. El Foro Almería 2020 había reunido en un hotel de la capital a más de treinta personas para hablar del futuro de la provincia y una vez más, otra vez más, entre los que compartieron tan amplia mesa de ideas y reflexiones no se encontraba ninguna mujer.
Desde que algunos partidos y otras organizaciones sociales propugnaron la política de cuotas he ido poco a poco convenciéndome de lo acertado y de la necesidad de su planteamiento.
Alguien podrá reducir a criterios de causalidad el que los representantes agrícolas y los representantes municipales sean todos hombres; ha sido la voluntad de los socios, el criterio de los consejos de administración o los votantes quienes los han elegido. Como también habrá quien alegue que los participantes en un Foro de debate son invitados en función de su capacidad y no de su sexo. Pero quedarse en la veracidad de estos argumentos no es mirar el presente y el futuro con la exigencia a que obliga la inteligencia.
Cuando yo era un joven e indocumentado aspirante a periodista, el entonces director de este periódico, Teófilo Gutiérrez Gallego, tuvo la amabilidad de invitarme a pasar a su despacho una tarde de sábado de los setenta en que la lotería había bendecido a varias decenas de ciudadanos del levante y yo me había ofrecido a ir de “enviado especial” desde Albox a cubrir la noticia. Siempre pensé que el entonces director me dedicó aquellos minutos a cambio de la inexistente remuneración económica por el reportaje (la verdad es que yo, con ver mi firma en el periódico, ya estaba más que pagado), pero en aquella conversación me dijo dos cosas que nunca he olvidado: la primera fue que en el vida lo importante no es valer, sino querer valer; la segunda, que, sin un día llegaba a dirigir un periódico, nunca metiera a trabajar a mujeres.
Es evidente que en la segunda no le hice caso.
Por eso cuando pensé en el contenido de esta Carta lo hablé con Lola González, redactora de municipal y, como siempre que un director consulta con un@ redactor@ o un hombre consunta con una mujer, siempre acaba aprendiendo.
Porque Lola me elevó lo anecdótico de las dos estampas citadas a la categoría de normalizada anormalidad cuando me recordó que en 36 años de ayuntamiento democrático en la capital el PP y el PSOE no sólo no había propuesto nunca a una mujer para que encabezara sus listas, sino que, además, sólo habían nombrado una mujer portavoz( en el primer caso por la dimisión de quien había sido elegido y en el segundo hace apenas unas semanas y también por el mismo motivo); que en esos mismos años ninguna mujer había ni presidenta, ni siquiera vicepresidenta de la Diputación; que la Cámara de Comercio nunca tuvo en su presidencia una mujer; y que la dirección de Asempal siempre fue ocupada por un hombre. Podía haber continuado aportando ejemplos pero tuvo la piedad de no hacer más grande la llaga.
Ante una realidad tan reveladora queda fuera de duda que los hombres y las mujeres nos estamos equivocando; sin intención muchas veces, pero errando al cabo.
Los hombres porque tenemos la insensibilidad de no ser conscientes de nuestro error prolongando un comportamiento errático, más por rutina que por convicción. Las mujeres porque demasiadas veces aceptan con resignación una herencia obsoleta y caduca. Y todos juntos porque sólo los estúpidos renuncian al cincuenta por ciento del talento cuando se tiene la vocación de construir una sociedad mejor.
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