Me van a perdonar, pero la previsible pitada al Himno de España en la final de Copa del Rey es ahora lo de menos. Y casi habrá que dar las gracias porque la cosa se quede sólo en unos segundos de berrido colectivo y los bandarras se callen para ver el partido. Ese inconmensurable bochorno es exactamente lo que nos merecemos. Después de varias décadas de consentida (cuando no auspiciada por el propio Gobierno, como pasó en tiempos del Inolvidable) labor de demolición de la idea de España, hemos llegado a ser el único país de nuestro entorno en el que una mayoría asume con pusilánime estoicismo que una minoría se cisque permanentemente en todas las representaciones perceptibles y símbolos comunes que nos identifican como Nación. A ver en qué otro país civilizado (dando por bueno que el nuestro lo sea) se menosprecia sistemática e impunemente a la Bandera, el Himno y al Jefe del Estado sin que nadie o casi nadie se atreva a hacer algo efectivo para evitar que todo ese cafrerío prevalezca sobre la normalidad institucional. Y no es que el nervio y la robustez de nuestra afectividad grupal haya decaído: atrévase a hacer coñas con la bandera de la autonomía de turno, el guión de su cofradía o el escudo de su club de fútbol: al osado le puede llover ira y fuego por parte de un colectivo impermeable a esa presunta “defensa de la libertad de expresión” con la que se suelen justificar -con más congoja que vergüenza- los ataques a los emblemas de España. Y luego está, no se lo pierdan, la suprema paradoja de ver a dos clubes que no hacen nada por distanciarse del talibanismo independentista de sus aficionados más radicales, dejándose los cuernos por ganar un trofeo del país del que reniegan, y recogerlo de manos de un rey al que no reconocen, para exhibirlo después con orgullo. ¿El mejor lugar para disputar el encuentro? El patio de un psiquiátrico.
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