Allí no había prolongadas e interminables estanterías a través de las cuales se perdía la vista entre la inmensidad de los volúmenes que se presentaban con sus solapas y sus lomos manoseados, bautizados con un número, con un código diferente. Allí no vivían pegados unos a otros y se alineaban en formación de murallas infranqueables. Allí el silencio concentrado de los lectores no era interrumpido por el inconfundible sonido que solo escuchan los oídos adiestrados al paso placentero de las páginas. Allí tampoco vislumbraban la bruma etérea de las partículas del polvo cuando se removían en el particular cosmos del mundo de los libros, al trasluz de las lámparas de flexo. Allí, el ambiente era inodoro; a lo más se percibía una suerte de incierto tufo a plástico metalizado y a componentes electrónicos. El exclusivo y único olor a papel era un sueño en aquel espacio tan reducido y tan inhóspito, en un paisaje tan frío y tan indiferente, en el que ni un solo libro de papel ni una minúscula torre de volúmenes aderezara el entorno proclive al conocimiento y al saber. Así es la biblioteca de su ciudad, en el estado de Texas, descrita por un universitario norteamericano del Programa Erasmus, nativo de la red, quien ensalza las virtudes de este tipo de centros bibliotecarios, aunque se siente cautivado por las históricas bibliotecas andaluzas.
Los libros de papel están considerados como huéspedes extraños en estas bibliotecas que forman parte de la realidad cotidiana de algunos centros con vocación de futuro, en los que solo se sirven contenidos digitales para ser consultados por dispositivos electrónicos. Es posible que este concepto de biblioteca se imponga con el paso del tiempo y desbanque a la biblioteca tradicional, ese oasis de sueños en los que aún sobrevive un ser único en peligro de extinción: el ratón de biblioteca, una especie totalmente desconocida por el joven estudiante americano.
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