La sensibilidad o la compasión que mostramos ante nuestros semejantes es una de las acepciones que la Real Academia Española atribuye a la palabra humanidad. Esa humanidad, en términos generales, es la que nos diferencia de otras especies que habitan en el planeta.
Los seres humanos poseemos capacidades singulares que nos han permitido prosperar hasta en los rincones más inhóspitos de la Tierra. Somos inventores, fabricamos todo tipo de cosas, algunas ciertamente innecesarias, y podemos comprender conceptos abstractos de la filosofía o la religión.
Lloramos con la misma facilidad con la que nos reímos, perseguimos sueños como laboriosos cazadores, siempre al acecho del día perfecto, de la noche perfecta, de la vida perfecta. Somos generosos, filántropos, solidarios, animales sociales en permanente búsqueda de la felicidad.
Hemos desarrollado emociones increíbles a través de la música, la pintura o la literatura. Cada día miles de personas se esfuerzan en superar nuevas metas en la medicina, la tecnología o el deporte. Nuestra curiosidad nos ha llevado a mirar a las estrellas, a descubrir nuevos planetas y galaxias. Conocemos cuántas lunas tiene Saturno, los grados que alcanza el Sol y empezamos a entender que el espacio y el tiempo podrían ser una misma cosa.
El ser humano es todo eso pero también es ruin y grotesco. Envidioso, egoísta y, en su estadio más bajo, puede cometer los actos criminales más atroces. La historia está repleta de episodios dantescos, como el que hemos vivido esta semana, en los que el hombre ha sido su ejecutor.
Lo ocurrido en los Alpes franceses, desgraciadamente, no es una excepción a pesar del horror que nos provoca. La tragedia del vuelo de Germanwings, en la que se aprecia voluntariedad en la destrucción de 150 vidas, nos ha dejado de nuevo frente a un acto brutal de la especie humana en el que no existe, sin embargo, ningún atisbo de humanidad.
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