La contemplación en Carmen Pinteño (Huércal-Overa, Almería, 1937) permite fijar los rasgos de la identidad de esta esquina territorial donde predomina el paisaje de la aridez. Cuando la pintora proyecta un discurso narrativo de la realidad, es posible configurar la radiografía del tiempo vivido.
Y su observación ha ido recopilando durante años el protagonismo del mundo rural, los pueblos y cortijadas, de sus habitantes campesinos, hombres, mujeres, niños, familias, clavados en la tierra, y asumiendo el paso del tiempo.
Y en el horizonte, ya presente, el mundo urbano de Almería y los rasgos del progreso conquistador. Es el contenido de la gran muestra antológica de la pintora almeriense que ha ocupado los espacios del Patio de Luces de la Diputación y del Centro de Arte de Almería.
Al principio, seriedad, rugosidad del rostro, personajes en los que el tiempo camina despacio. Observan en silencio la respuesta de unas reivindicaciones que nunca llegan. La exposición antológica de Pinteño propone una historia particular de las tierras almerienses, con visiones de ecos literarios sustentados en tragedias, por ejemplo, “Bodas de sangre”.
El mundo de la tragedia está determinado por el paisaje, por el color de la tierra y de la luz de la aridez, donde el Sol y la escasez de lluvias imponen una manera de vivir. Y sobre esos tiempos, transitan ecos de los trascendentes (“La Anunciación”), el refugio del personaje en su particular silencio (“Meditación”), desde el escepticismo. Hasta el punto de que la pintora ha ido apagando colores para dar paso a un mayor lirismo de la tragedia de la realidad para que no se olvide.
Hay momentos de lo cotidiano, de la quietud de los pueblos, los ancianos en el banco. Y paisajes alrededor. En esta pintura narrativa, predomina el encuentro del hombre y la mujer, las miradas, el amor universal desde la sencillez. Esa simplicidad la enaltece y sitúa en torno al niño/hijo.
Ya en los últimos años, sobre todo, aparecen los grandes paisajes, que ya se anunciaba en la serie de “Bodas de Sangre”, pero que ahora encuentran en la abstracción el desenlace y descripción del misterio: color de la tierra, aridez, desierto, soledad. Es la tierra que nos mantiene. La pintora vuelve a la reivindicación de la literatura oral, los cantos de ciego que recorren los pueblos. Y en este sentido es una novedad, la proyección del mundo rural en las viñetas que informan de la tragedia del Cortijo del Fraile, escenificada por Lorca.
Hay cambios de luces, pero el paisaje sobrevive a pesar de sus metamorfosis. Y resalta, siempre, una constante, lo más cercano: la boda, la ternura, hombre/mujer, campesino/campesina.
La familia (1973), desde el silencio, la austeridad y la sobriedad, es un retrato que sintetiza el alma de la trayectoria pictórica. Hechos de modos de vida que se ha ido apagando: la mili, aquellos viajes en tren, en el autobús. En muchos escenarios hay ropa tendida y personajes de luto, sentados, firmes. Mujer montada en burro por el desierto, en un viaje aparentemente sin rumbo.
Con el tiempo la pintura desdibuja los rostros. La pareja, hombre/mujer, es permanente, es el gran impulso de la tierra, unido al vínculo de la maternidad, al sentido de la escuela de iniciación de la familia.
Acontecimientos cercanos y a la vez universales. Carmen entra en el cuerpo desnudo, como templo, en la tierra que nos mantiene. Es una constante en sus propuestas. Entre el origen de la vida y la simplicidad de cada lugar. Y la mirada limpia del niño. Tal como somos. Tal como nos hicieron. Encerrados en este paisaje.
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