Soy un amante de la libertad, y me parece muy bien que un ciudadano adulto, al que le han diagnosticado un cáncer y le proponen un tratamiento a base de quimioterapia, elija tratar su enfermedad con cocciones de hierbas y frotamiento de hierros chinos de forma esférica. Asimismo, me parece muy bien que el ciudadano se muera de cáncer, porque cada uno, tras la mayoría de edad, es dueño de sus decisiones.
Estoy de acuerdo en que unos padres, seguidores de la doctrina de los Testigo de Jehová, prefieran que su hijo se muera antes de que le sometan a una transfusión de sangre, y me parece todavía mejor que un juez dictamine que los médicos hagan lo que crean más conveniente y le salven la vida al crío que ha tenido la mala suerte de nacer en el seno de una familia fanática. Pero lo que no me parece nada bien es que el adulto de los hierros chinos o el padre que aborrece de algo tan antinatural como las transfusiones de sangre, envíe a sus hijos a la escuela sin vacunar, porque allí hay otros niños que no tienen la culpa y podrían ser contagiados de enfermedades perfectamente neutralizadas desde el siglo pasado.
Según un estudio de la ONG "Save the childrens", que parece que no es una sucursal de las farmacéuticas, desde el año 1990 al 2012, los doce millones de niños que morían en el mundo por la falta de alimentación y de vacunas, se redujeron a sólo siete millones. Resulta estremecedor hablar de "sólo siete millones", pero así es la realidad.
Las industrias farmacéuticas quieren ganar dinero, y cuantas más vacunas vendan más dinero ganarán, pero el frutero también gana más dinero cuantas más cerezas venda, y el almacenista y el cultivador de los cerezales, lo cual no me impele a dejar de tomar cerezas porque todos ellos quieran ganar dinero.
Las vacunas han salvado decenas de millones de vidas en todo el mundo, pero todavía no se ha descubierto una vacuna contra la superstición ni un antídoto para la expansión de la tontería contemporánea que, en España, es ya una pandemia.
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