Aunque últimamente la política marca la actualidad me seducen más algunas vivencias e historias personales que las acertadas o erróneas actuaciones que en el ejercicio de su cargo desarrollan nuestros abnegados políticos. Uno de estos generosos responsables de la cosa pública, amigo personal del juego de canicas y pantalón corto, con dilatada experiencia en distintas esferas del poder, desde fomento y transportes a la secretaría de algún ministerio, pasando por merecidos escaños de la Cámara Baja, cierto día puso en evidencia ante un servidor cuán ciego es el amor y cómo el afectado por una infidelidad es el último en enterarse. Mi amigo conservó una novia de años juveniles con la que soñaba fantasías del futuro familiar en su casa del pueblo, rodeado de dulces niños y estampas de felicidad. Ella era una de esas bellezas selectas que solo gozamos en el papel cuché, la soñamos en la pantalla o nos da la bienvenida al embarcar en avión. En ocasiones quedábamos en grupo para salir a cenar o hacer pequeñas excursiones. Un inesperado día mi buen gestor fue sustituido en su alto cargo y hubo de regresar a sus labores docentes. La afluencia de su novia, que había debutado en las pasarelas de la moda, fue cada vez más escasa a nuestras reuniones. Mi amigo cayó en la cuenta de que tenía que insuflar a su relación dosis de amor renovado. Se puso a dieta, sudaba horas en el gimnasio y cambió de look, al tiempo que estrujaba su mente en busca de lugares y viajes románticos con los que obsequiar a su olvidadiza novia. Una mañana, mientras paseábamos los dos viejos amigos después de compartir un café, me detuve en un quiosco para comprar el periódico. Mi entrañable amigo reparó en la portada de una revista de cotilleo que anunciaba, foto incluida, la boda de un soltero de oro del mundo empresarial con una hermosa mujer. “Has visto –me dijo mi amigo- cómo se parece esa piba a mi novia”. Aquel día supe que hay confusiones que matan.
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