Con los titulares que traen los periòdicos y las noticias que nos cuentan la radio y la televisión no tengo más remedio que estar mal y depresivo. Así me respondía un paisano, hace unos días, cuando me interesé por su estado, aunque nunca supe realmente cuáles eras las malas nuevas a las que se refería porque desde siempre han acaecido sucesos horrorosos en todas partes. Persistí en la cuestión y mi interlocutor amplió a la categoría universal una retahíla de sucesos y acontecimientos de lejanos escenarios. Entonces caí en la cuenta de la buena salud y el buen estado físico y mental de mi convecino, dada su capacidad para sufrir y padecer todos los días por lo que sucede en todos los rincones del mundo. Quedé impresionado por su excelente disposición a caer en la infelicidad constante a causa de todas las desgracias e infortunios del globo terráqueo. Pero la impresión fue aún mayor cuando reparé en el incremento de ciudadanos que, como mi paisano, se sienten aquejados del sufrimiento generalizado por los males del mundo y de cómo éste altera notablemente sus vidas hasta límites insospechados, los sume en una incapacidad para todo y anula en cierta forma sus voluntades. Busqué en esta circunstancia el creciente álbum de la depresión y asumí que cualquier injusticia es deplorable y nos enerva, que toda desgracia es digna de compasión y merece nuestra respuesta, pero también entendí la inconveniencia de atormentar a diario nuestros sentimientos con todos los padecimientos mundanos. Y es que esos permanentes sufridores del mundo nunca se acuerdan del indigente que sobrevive a escasos metros de sus viviendas, de los desempleados de su barrio que son desahuciados o de los excluidos que acuden al comedor social de la manzana de su casa. Tal vez estos desfavorecidos están cerca y la solidaridad con ellos no facilite la proyección y el eco pretendidos. Quizá la solidaridad cercana nos haga menos infelices.
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