La polémica suscitada en el puerto roquetero con la imagen del beato Fray Leopoldo de Alpandeire rezuma aires de desencuentro. La denegación del prelado almeriense, argumentada en la falta de idoneidad del la casa de hermandad de Santa Ana para poder dar culto a una imagen –en el caso que nos ocupa la de Francisco Tomás de San Juan Evangelista Márquez Sánchez, osease Fray Leopoldo , ha contrariado a los integrantes de la hermandad que han visto frustrado su programa religioso festivo a celebrar el pasado sábado. Las desavenencias han enervado al hermano mayor que entiende que no se haya autorizado la “visita” del beato a su “casa”. No se ha recatado el dirigente al anunciar que si el obispo González Montes no atiende las demandas de su cofradía recurrirá al Papa Francisco, que a lo mejor, es un poner, piensa él que puede resolver tamaño problema. En tanto se dilucida la cuestión del culto, que afecta también a las otras dos imágenes de la hermandad: la del Cristo del Mar y la de la Virgen de las Angustias, la talla del capuchino ha sido ocultada en algún lugar misterioso.
Con todo el respeto a las creencias y devociones, el desencadenamiento de esta polémica parece cuando menos un asunto pueblerino, más aún porque es evidente que las reglas del juego pesan hasta en el terreno religioso y, al parecer, desde el clero no se ve que cualquier asociación, grupo o colectivo, por mucha devoción y fervor que tenga puede crear capillas y locales de culto por doquier, cuan chiringuitos santeros, pese a que se defienda la religiosidad popular.
Por lo que conozco, que es mucho, de la orden franciscana capuchina y del titular de la talla en cuestión, a buen seguro que quien más desaprobaría ambas posiciones –la de la hermandad y la del obispo- sería el mismisimo Fray Leopoldo, místico de la humildad, quien recordaría a ambas partes una sentencia propia: “Hay que tener paciencia y conformidad con lo que el Señor dispone”.
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