Lo encontré hace unos días bajo la canícula juliana a la sombra de un sauce. La distancia me confundió con uno de los, por desgracia, muchos parias y excluidos que el infortunio ha echado a nuestras calles. Sin embargo, en este caso erró mi torpe visión. Manuel, mediana edad, rostro curtido, cubría la rebelión de su espíritu con una gorra parda a juego con su camiseta. Ha andado muchos caminos como autónomo hasta que dijo basta al sistema, hasta que renegó de una nación de villanos alimentada en la pillería, la picaresca, el engaño, la hipocresía y el más burdo mangoneo. En un sincero acto de rebeldía se exilió de su entorno para iniciar un viaje interior por la senda de la verdad.Manuel no es un indigente, ni un pedigüeño. Su dignidad ejemplarizante le impide aceptar un euro. Como su tocayo don Manuel, el poeta de poetas, va ligero de equipaje: una mochila con un saco de dormir, dos mantas, un mortero de madera y una pequeña olivetti junto a un ramillete de folios vírgenes. No acepta alimentos ni comida porque como un Robinson urbano se nutre de cereales que recolecta y de frutos de temporada. Con su única y rudimentaria arma impresora este hijo de la calle cuenta la farsa de la vida, una senda equivocada que recorre un mundo maltratado por la injusticia y la tiranía del poder, una ecuación que arroja un saldo numeroso de pobres, quienes conforman, según él, el mayor partido político del mundo que tiene capacidad para transformarlo. Manuel regala sus textos a quienes se le aproximan porque desea comunicar sus reflexiones acerca del tiempo presente, sin condicionamientos ni contraprestaciones, porque quiere vivir la más pura militancia del ejercicio de la libertad de expresión. Con su redacción ambulante como exclusivo hábitat, Manuel pretende llevar su palabra a todos los confines y algún día detenerse en Santiago de Compostela. Manuel es un nómada de la olivetti.
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