Para quienes sentimos el mar como parte de nuestro hábitat la estampa no es nueva. El alba me encontró este verano con los primeros y madrugadores pescadores de nuestras aguas mediterráneas, quienes se apresuraban a disponer sus aparejos, erigir sus cañas , asir los cebos a los anzuelos y lanzar los plomos, mar adentro, desde sus respectivas posiciones en tierra. Apenas anduve unos metros por el malecón cuando reparé en una altibaja pareja de marinos en tierra que se hallaban prestos a su faena. Una irreprimible curiosidad me llevó a preguntar por el resultado de los lanzamientos, a inquirir sobre las capturas. La respuesta no se hizo esperar. Un hombre mayor, un abuelo de níveas barbas que frisaba los setenta y tantos abriles respondió con contundencia: “La mejor pesca es esta que tengo a mi lado”. Me miró con rotundidad en tanto señalaba a su acompañante, Lucas, uno de sus nietos que casi rozaba la decena de años. El veterano pescador estaba cansado, según confesó, de que su nieto no dispusiera de tiempo suficiente durante el curso escolar para poder disfrutar de su compañía y de que su ocio estuviera dedicado a surfear por los océanos de Internet o a zapear por las pantallas de los videojuegos. Quería tener una excusa para emular a su añorado abuelo en la vieja tradición familiar, en grave peligro de extinción, y poder transmitir a sus descendientes los conocimientos, las experiencias y el bagaje que el almanaque ha escrito con desigual fortuna en los renglones de su vida. La pesca y el mar le había brindado esa oportunidad. Los asombrados ojos de Lucas competían con los luminosos haces del sol sobre el agua. Nunca antes había experimentado esa increíble sensación de sorpresa y admiración. Jamás antes le habían contado cosas, casos e historias que nunca aprendió en el cole o en los surfeos de Internet. El abuelo y el mar le enseñaron la vida.
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