Raro es el día que los medios de comunicación no se hacen eco de nuevos (o quizás no tan nuevos aunque nunca muy conocidos) nombres científicos para las enfermedades y padecimientos más específicos e inconcebibles. Todas estas nuevas dolencias tienen nombres rarísimos que, más que del Vademecum, parecen sacadas de las memorias de Pedro Ocón de Oro, creador de inextricables crucigramas y sopas de letras. Y temo que este síntoma sea una consecuencia más de la férrea y letal omnipresencia del Discurso Políticamente Correcto, que ha infectado incluso a la Organización Mundial de la Salud, que acaba de solicitar la retirada de denominaciones como la de Gripe Aviar o Síndrome Respiratorio de Oriente Medio, no vaya a ser que las gallinas libanesas se sientan estigmatizadas. ¿A dónde voy con esto? Pues que está aún por definirse el Síndrome Almeriense de Aversión al Turista que cada vez afecta a más nativos. Sí, admitámoslo: ya sabemos que el turismo es uno de los motores económicos de nuestra provincia y una industria cada vez más pujante que genera empleo y riqueza y bla-bla-bla. Lo malo es que ello conlleva que Almería se ponga cada verano bastante insoportable de gente. Esta no es una declaración políticamente correcta, pero admito que cuando algún foráneo me pregunta por mis impresiones sobre el veraneo en algunas zonas concretas de Almería, miento como un bellaco anunciando precios desorbitados en los restaurantes, temperaturas tibias en la cerveza y todo tipo de disparates disuasorios que, según voy viendo, no tienen el más mínimo efecto. Soy víctima de un síndrome -aún sin nombre- que, como nadie, ejemplifica uno de los camareros, hermanos por más señas, de una de las ventas más clásicas, más bizarras y más caras de las afueras de la capital donde se sirven probablemente los mejores huevos con patatas del hemisferio norte. A la pregunta “¿Cómo os va el negocio, fulanico?”, su respuesta es siempre la misma: “Fatal; cada vez con más gente”.
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