Sueldos políticos: Exceso y demagogia

Habría que responderse a esta pregunta: ¿Qué cobran quienes nos gobiernan es realmente el problema o la cuestión es que hay demasiadas personas cobrand

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 02 ago. 2015

Días antes de que la presidenta de la Junta hiciera público el nuevo gobierno andaluz llamé a una de las personas cuyo nombre situaban algunos círculos con posibilidades de ocupar un puesto en la mesa del Consejo. Fue una conversación sincera. Sin bucles tácticos.


-Sé que por ahí va circulando mi nombre. A mí me ha llegado el rumor pero, la realidad, es que nadie del entorno de San Telmo se ha puesto en contacto conmigo. Y claro que me halaga que  alguien pudiera haber pensado en mí. Pero, si esa posibilidad fuese real, no podría aceptar. ¿Qué por qué? Pues muy sencillo: porque mis actuales obligaciones familiares y mis compromisos hipotecarios no podrían ser cumplidos. El ingreso en política supondría para mi entorno familiar una disminución de más del veinte por ciento de mis ingresos como profesional y eso me llevaría- dice con ironía- al concurso de acreedores.


Guardé la conversación en la memoria y la comparé con otra mantenida meses antes con Antonio Heras y Javier Becerra, dirigentes de Podemos en Almería, en la que defendían que el salario de un representante de los ciudadanos no debería ser superior al triple del salario mínimo, situándolo en poco más de 1.800 euros. 




Como en casi todos los temas debatibles, casi todas las opiniones son respetables, pero en el tema de los sueldos de los políticos conviene hacerlo sin exceso y sin demagogia. No existe ciencia que mida con pulcritud irrebatible la “rentabilidad social” del trabajo llevado a cabo por un político y, por tanto, el campo de las opiniones estará siempre abierto a la contradicción. Pero entremos en el laberinto


Pese a los comportamientos impúdicos y a los actos delictivos que algunos de los que se dedican a ella hayan cometido, cometan o cometerán, es el ejercicio democrático de la Política el que hace avanzar a los países. El espacio público compartido hay que gestionarlo, los encargados de hacerlo son los representantes que libremente elegimos y del acierto en la elección, de la capacidad de los elegidos y de la persecución con el máximo rigor penal de quienes delinquen en el ejercicio de su función, depende el balance que hace avanzar o retroceder a los pueblos. Es de la capacidad, de la voluntad de servicio y de la honestidad de la que depende ese balance, no de los sueldos de quienes lo gestionen.




España es un país sobresaturado de políticos y asesores de la nada. La estructura administrativa-tan llena de duplicidades, tan abrumadora en organismos inútiles-, es un lastre que dificulta la gestión y la encarece. Estamos, por tanto, ante un problema de cantidad, de existencia de instituciones y organismos que no valen para nada, de presencia de centenares de cargos políticos, de miles de “técnicos” cuyo único título es el carné de partido. Ese sí es el problema,  no la cuantía de los salarios que reciben quienes sí son necesarios por su representatividad o por su eficacia.


Pero no solo tenemos un problema de cantidad. También de calidad. Y si es grave el primero, mucho más es -y puede llegar a serlo- el segundo.




Salvo aquellos que tienen una visión profética de la política y se sienten llamados por los ciudadanos para llevarles  a la tierra prometida del paraíso terrenal (otra cosa es que sea así en realidad, aunque ellos lo crean), lo cierto es que, salvo los iluminatis  de oficio y los ascetas de vocación estética, todos los seres humanos aspiran a un razonable nivel de bienestar familiar. Lo que se dedican a la política también.


Para quien está en el paro o no ha trabajado en su vida, tres veces el salario mínimo puede llegar a ser, no solo una cantidad satisfactoria, sino excesiva. (Ya decían los místicos, tan cercanos a la estética revolucionaria, aquello de “necesito poco; y lo poco que necesito, lo necesito poco).


Hay que reconocer que el romanticismo prerrevolucionario de salario bajo resulta atractivo y más en una ciudadanía que durante cuarenta años de dictadura fue inoculada día a día con el virus del desprestigio del político y de la política y que, además, está viendo indignada, estupefacta y hastiada el pestilente olor de corrupción que sale de demasiados centros del poder y de sus cercanías.


Pero no hay que confundir. Si queremos que a la política vayan los mejores es preciso una remuneración adecuada. Sin excesos impúdicos (que a veces los hay), pero también sin un menoscabo notable de ingresos que les haga no aceptable la opción de dedicarse a los intereses colectivos.


La reducción salarial drástica que propone Podemos o la eliminación directa de remuneraciones aprobada por las Cortes de Castilla La Mancha en la anterior legislatura (qué casualidad: Pablo Iglesias y Cospedal unidos por la austeridad intencionada), solo permitiría atraer a la política a los ricos por cuna o a los ciudadanos con precariedad laboral o salarial. Mal camino.


El político, como cualquier otro ciudadano, debe estar bien pagado. Lo que hay que exigir es que sea eficaz en la gestión, honesto en el comportamiento y útil en el resultado. Y si incumple esas condiciones, a la calle. O a la cárcel.



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