Con paso ligero y constante, como quien se siente apremiado por la pérdida de un tren o de una cita decisiva, a media mañana se dejan entrever por las calles del centro feriado de la capital y cada tarde, a esa hora intermedia del ecuador vespertino, los buhoneros de la feria acuden prestos al recinto en donde ofrecen su variada y colorista mercancía. Estos vendedores de ilusiones exhiben en sus abigarrados carrillos una amplia y multicolor batería de productos que activan las pupilas a velocidad de vértigo. Globos animados con precisión, trompetas e instrumentos ensordecedores y una interminable relación de sueños plastificados discurren a diario en un viaje de ida a vuelta para colmar ilusiones y, de paso, para ayudar a sobrevivir a estos nómadas comerciantes de fiestas patronales. Conforman parte imprescindible del paisaje humano de los reales de feria, en donde el mestizaje se hace presente.
En mi pueblo dicen que cuando la luna copa el firmamento festivo se canturrea el misterioso pregón de un buhonero que vende gafas mágicas para ciegos, que ven paisajes oscuros pero ciertos, recetas para obesos y un ungüento especial para viejos. Es el buhonero de la Torre que ofrece una cruz para el miedo y un clavel para el dolor, una puerta para el preso y un millón… no vende nada, solo ilusiones para hacer cantar.
Desde hace unas décadas, a las tradicionales carretas de feria de estos buhoneros les ha salido un difícil competidor que porta casi todo hijo de vecino. Lleva todo incorporado: Internet, redes sociales, cámara, música, juegos, mensajería, radio y televisión, etcétera, etcétera. Son los móviles, esos “carros de feria” que más se ven y que nadie es capaz de dejar en casa, pese a que las calendas inciten al descanso, al entretenimiento y a la diversión.
Sin embargo, estos carros nunca podrán vender la imaginación, el sueño y la ilusión de un auténtico carro de feria
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