No hay duda de que una eventual secesión unilateral de Cataluña tiene un coste económico tanto para esta como para el resto de España. El reparto de dicho coste vendrá determinado por la fórmula de una eventual ruptura territorial y por los términos con los que la negociación se lleve a cabo. La forma de aterrizar el proyecto soberanista determinaría las incertidumbres que conlleva en las etapas previas y durante el proceso. Los separatistas saben que existe un coste a corto y medio plazo que estarían dispuestos a asumir ante los beneficios a largo plazo que se derivarían, fundamentalmente, de la asimetría de la actual balanza fiscal. No obstante, a mi juicio, los mitos histórico-políticos asociados al independentismo catalán han infravalorado los costes económicos del proceso, que serán muy desiguales para ambos territorios.
En términos de incertidumbre, los costes son evidentes; y ya se han empezado a pagar (prima de riesgo, rating…). Los inversores moderarán y pospondrán sus inversiones ante una situación política de incertidumbre, y exigirán primas de riesgo más elevadas a medida en que aquella aumente. No obstante, el alcance vendrá determinado por la existencia o no de una negociación trilateral entre Cataluña, el Estado español y la Unión Europea. De no producirse esta negociación a tres partes en un tono sosegado y constructivo, reduciéndose al mínimo la incertidumbre del proceso político, Cataluña quedaría fuera de la Unión. Y esto, a todas luces, provocaría una situación muy compleja para ella tanto en términos financieros como en términos económicos. La incertidumbre se traslada antes a los mercados financieros que al tejido productivo, y Cataluña podría quedar expuesta a la fuga de capitales, a la deslocalización de las sedes centrales de las entidades bancarias y de su industria, a problemas de liquidez y de financiación, así como a un potencial corralito de depósitos.
La salida de la UE de Cataluña, además, tendría un efecto demoledor sobre su tejido productivo, muy dependiente del mercado español desde el siglo XIX. El incremento de las barreras de acceso de los productos catalanes a un mercado de unos cuarenta millones de consumidores provocaría irremediablemente el cierre de empresas, acumulando estas los problemas de mercado a los problemas de financiación ya enunciados. El tejido productivo catalán se vería severamente afectado por el proceso, teniendo que buscar nuevas salidas para sus productos.
Obviamente, España y la Unión Europea se verían desigualmente perjudicadas por este proceso; si bien en términos relativos el impacto sería menor que en el caso de Cataluña. Por este motivo es muy importante clarificar el proceso político, darle cauce constitucional, dejar que la gente decida en un tono sosegado y en el que la coyuntura y la crispación no pese tanto como en la actualidad. Las reglas de la democracia nos obligan a reconocer el derecho a decidir, que, aunque algunos les pese, no puede quedar circunscrito a las situaciones de descolonización. La democracia tiene sus riesgos y sus propios desarrollos. De la democracia pueden salir nuevos sujetos políticos y nuevos procesos constituyentes. La Europa civilizada debe establecer los cauces para que esto ocurra sin crispación, sin tintes plebiscitarios, sin amenazas mutuas y sin mayores riesgos económicos. Eso sí, el proceso político debe ser claro, explícito, equitativo, transparente y meditado, pero sobre todo consentido por ambas partes y dando posibilidades a situaciones intermedias (v.gr.: un federalismo “sincero”). De este modo los costes económicos de la secesión, en el supuesto de que la sociedad catalana la quiera, para todos serían mínimos. A Cataluña solo le queda este camino. Fuera de la Unión Europea solo está el abismo.
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