Ayer nos sorprendimos al escuchar al primer ejecutivo de Volkswagen en EE.UU. entonar un elocuente: "la hemos cagado". Hoy sabemos que eran lágrimas de cocodrilo. El monumental fraude cometido por la marca, que instaló en sus coches un sofisticado sistema que permitía reducir la emisión de gases contaminantes en las inspecciones técnicas y soltarlos a mansalva en la conducción normal, crece por momentos.
Hoy sabemos que afecta a 11 millones de vehículos vendidos en todo el mundo. Y sabemos, además, que el ingeniero estadounidense que descubrió por casualidad el chanchullo avisó a la compañía hace un año, de buena fe, pensando que se trataba de un error técnico que podía ser subsanado. No podía ni imaginar que la potente marca alemana actuase como un vulgar trilero. Pero los responsables de Volkswagen nada hicieron. Esperaron que el tiempo y el olvido enterrasen el hallazgo hasta que la presión del regulador norteamericano, también avisado, les ha obligado a entonar el mea culpa.
Es decir, hoy sabemos que Volkswagen fabricó coches trucados y los siguió vendiendo a pesar de que alguien vio algo raro en la chistera. Y al hacerlo engañaron a millones de clientes dispuestos a invertir su dinero en coches no contaminantes; engañaron a sus trabajadores, haciéndoles fabricar y vender un producto manipulado; engañaron a las autoridades de un puñado de países; engañaron a su propio país, copropietario de la empresa, poniendo en entredicho la seria marca alemana, tan exigente con los engaños de los demás; engañaron a la competencia, poniendo en entredicho la fiabilidad, cualidad que está en el ADN de esa industria; y engañaron a un planeta que lucha por liberarse de gases contaminantes.
Por menos, han caído gobiernos. Por mucho menos, por plagiar sus tesis doctorales, renunciaron los ministros de Defensa y Educación de Alemania hace unos años. De momento, en Volkswagen, nadie ha presentado su dimisión.
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