De un tiempo a esta parte, sobre todo desde que la presente crisis socioeconómica se instaló entre nosotros, fluyen como la espuma los títulos de libros y publicaciones de autoayuda, un flujo que se acrecienta en las parrillas de salida de casi todas las temporadas asociadas a las estaciones meteorológicas, tal vez porque en cada una de ellas las cabezas pensantes de las editoriales encuentran excusa justificada o motivo comercial oportuno para ofrecer una respetable cartera de títulos y materias que atraen a lectores desgraciados, ciudadanos frustrados, vecinos inconformistas y ambiciosos insaciables. Casi todos los volúmenes de autoayuda tienen un nexo en común: atesoran urgentes exhortaciones al éxito fulminante y a la felicidad sin límites. Sin embargo, los remedios y panaceas que ofrecen para solucionar todo tipo de males espirituales y materiales producen un efecto contrario que hace al lector enfrentarse furiosamente a esas fórmulas cuasi milagrosas con el resultado de que quien se aventura en su lectura acaba por asirse a la pura realidad con cierto confortamiento. Tal vez el error de estas publicaciones radique en que no advierten al potencial lector de que la lectura ha de hacerse a contracorriente, al menos así lo aseguraba Emil Cioran, uno de los autores de la desesperanza y el fracaso que con mayor tino ha sabido dar en la diana de la verdad; una verdad que hace caer las más extendidas creencias del ser humano, como la felicidad, el éxito, la riqueza, el amor o el triunfo personal, en un profundo pozo de mentira y de farsa. Una realidad que cuesta ver y tocar, pero tan real como el gran timo que es la vida. Si así pensáramos y leyéramos, todo cuanto nos encontráramos nos llenaría de alegría y de regocijo y aprenderíamos a dar a las cosas el verdadero valor que tienen, a ver la realidad tal cual y en tal supuesto, tal vez, el mundo sería más habitable y nos alejaría de todo sueño estúpido de éxito y de felicidad.
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