Como en una ruleta que rota sobre el eje del calendario las festividades y tradiciones se suceden irremediablemente con el discurso del tiempo. Un curso que muestra su rostro con diferentes tonalidades, según el matiz de la conmemoración. En el caso que nos ocupan, la festividad, ayer, del día de todos los Santos, y hoy del día de difuntos, tiñen la vida de blancos y negros y, por supuesto, de grises. Son los colores que resaltan todos los meses de noviembre frente a la multicolor acuarela de flores que abrigan, cubren y adornan las moradas eternas de nuestros seres difuntos.
Son los pigmentos que dibujan las melancólicas hojas del penúltimo capitulo del almanaque, unas gamas que persiguen nuestra vida desde que es tal, aunque las expresiones, las manifestaciones, los usos y costumbres de estas calendas hayan evolucionado, hayan cambiado e, incluso, hayan mutado en su totalidad.
Lejos quedan muchos rituales alusivos a la muerte; extinguidos están los larguísimos lutos que hasta conllevaban la envoltura negra de cortinas y visillos domésticos, por no aludir a los hábitos y usos de la vida cotidiana de dolientes y parientes que en días como hoy habían de cumplir rigurosos preceptos para honrar a los ausentes. Los velos negros pasaron a mejor vida y las imprentas han reducido sus ganancias con la práctica desaparición de los recordatorios, esas cuidadas tarjetas ribeteadas de negro con todos los datos y circunstancias del óbito del titular de la misma , en las que el director espiritual y la familia rogaban una oración por el eterno descanso del alma del finado, texto que se acompañaba de una esmerada selección de citas, salmos y plegarias de personajes bíblicos y santos, en las que con diferencia el palmarés siempre lo ocupó Job, el profeta de la paciencia y la fidelidad, junto a dolorosas reproducciones de vírgenes, crucifijos y nazarenos.
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