A menos que la CUP facilite este jueves la investidura de Artur Mas mediante el truco de darle los dos votos que le faltan como imprevista iniciativa de dos diputados "desobedientes", los líderes del independentismo podrán encontrar la salida que en el fondo anhelan, pues es la única que tiene el jardín en el que se han metido: que todo quede en agua de borrajas, pero ellos nimbados por la romántica aureola del que ha luchado hasta el final.
Porque si alguien no cree, teatros aparte, en la posibilidad real e inmediata de la secesión de Catalunya, ese alguien es Mas, y Romeva, y hasta es posible que Junqueras pese a su pesado aire de conspicuo soñador.
Si la CUP amarra sus votos y es fiel a su palabra de no elevar a Mas a los altares, la propia arbitrariedad e inconsistencia de la hoja de ruta independentista la conducirán en breve a su término, que no es sólo lo que íntimamente desean quienes la trazaron un día que se vinieron arriba, sino lo que necesitan para no acabar malamente, pues los delitos derivados de una eventual contumacia serían de una gravedad extrema. Ahora bien; si la CUP (por cierto, ¿qué es exactamente la CUP?) emplea el ardid antedicho, y faculta a alguno de sus diputados en el Parlament para que de súbito, a lo loco, como cosa suya, entreguen con sus votos la presidencia al señor Mas, entonces no sólo el jardín se habrá quedado sin salida, convertido en laberinto, sino que los catalanes, incluidos muchos de los que votándole creyeron estar votando otra cosa, no se lo podrán perdonar nunca.
Como en España no hay Estado, sino gobierno de turno que hace las veces, y que en el caso del de Rajoy ni las había hecho hasta ahora, las cosas han llegado al punto que han llegado, donde un trozo del Estado que no hay ha pretendido instituirse, aparte, en uno que sí. Tienen razón los que dicen que ahora todo está manos de la CUP, a la que Mas implora por lo bajinis que el jueves no le vote, pues de ello depende que la aventura se salde para él y sus socios sin mayores contratiempos.
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